VERDUGO DE
CRISTAL
Viernes.
Cena familiar. Alrededor de la mesa se sientan como siempre el abuelo en la
cabecera, la abuela, la hija con su esposo y los mellizos. Una vez más Luis, el
hijo, no está.
Seis personas de rostro sin gestos,
silenciosos, a los que no escucho masticar, ni siquiera rozan los cubiertos al
cortar la comida invariada de los viernes: antipasto, pollo con papas al horno,
flan.
La
mucama, que ha aprendido los usos y costumbres de la casa, aparece y desaparece
de mi vista casi en puntas de pies, dejando los platos servidos ante cada uno.
Los niños amaestrados parecen muñecos; no sonríen, no se guiñan, no esconden.
Han aprendido a callar durante una hora.
Yo
estoy aquí, en una mesa de apoyo con incrustaciones de nácar, como todos los viernes, guardando cuatro
cuadrados de papel con nombres de adultos.
Termina
la cena. Ahora viene la palabra de la abuela:
—Mercedes,
traé la caramelera, por favor.
La
mucama sabe que soy delicada y temida. Me coloca en el centro de la mesa y,
como siempre, la niña menor levanta mi tapa y saca un papelito.
Dice
simplemente: —Abuelo.
Es
la persona que el sábado visitará, obligado, a Luis que está en la cárcel de
por vida, por asesinato.
Mercedes vuelve a colocarme sobre la
mesita y durante los siguientes seis días escucharé cantar en la cocina, el ir
y venir de los que habitan la casa, la música que proviene de la habitación de
descanso y esas conversaciones usuales que pueblan los hogares comunes y
corrientes
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Gracias por tu comentario. Lidia