ACECHADA
La mirada del Cristo que
me sigue de un lado al otro de la habitación se clava en mi nuca como un
estilete. El cuadro, única herencia de un tío que perteneció a la Acción
Católica, llegó a mis manos hace una semana, acompañado de una esquela:
CRISTO TE OBSERVA AUNQUE
NO CREAS EN ÉL.
Y TE PERDONA.
Lo apoyé en la chimenea
del living, demostrando cierto respeto hacia un ser muy querido.
Ayer me levanté y, sin
vestirme, fui a la cocina a desayunar; todavía estaba con los ojos
entrecerrados. Antes de cruzar la puerta vaivén me detuve en seco. Esa mirada
había bajado de la nuca hasta mi trasero. No pude soportarlo. Me saqué una
chinela y se la tiré. Tambaleó.
Hoy al despertar elaboré
una estrategia: imitando a un reptil, iba a
arrastrarme sobre el plastificado por delante del hogar.
A mitad de camino sentí
el cansancio del pucho y me recosté boca arriba. Por alguna razón misteriosa el
cuadro, que había caído hacia adelante, sobresalía lo suficiente como para que
los malditos ojos se clavaran en mis pezones.
Me pregunto qué habrá
querido decir el tío Raúl. Ese Cristo, de verdad me observa, pero todavía no sé qué debe perdonarme. Tal vez que tengo
pensado dibujarle anteojos oscuros con carbonilla. Si no resulta, con todo el
pesar de mi alma no creyente, ¡voy a tirarlo, tío!
Ya bastante tengo con los
ojos de mi marido que están en cloroformo en el frasco de vidrio sobre la
mesita de luz. El cuerpo enterrado en el jardín no molesta.