Viernes. Cena familiar.
Alrededor de la mesa se sientan como siempre el abuelo en la cabecera, al lado
la abuela y le sigue, mezclados, los dos nietos y la hija con su esposo y el
hijo con su pareja.
Ocho personas de rostro sin gesto,
silenciosos, a los que no escucho masticar, ni siquiera rozar los cubiertos al
cortar la comida invariada de los viernes: antipasto, pollo y papas al horno,
flan.
La
mucama, que ha aprendido los usos y costumbres de la casa, aparece y desaparece
de mi vista, casi en puntas de pies, dejando los platos servidos ante cada uno.
Los niños amaestrados, parecen muñecos; no sonríen, no se guiñan, no esconden
porque no tienen nada que ocultar. Han asimilado lo que es callar durante una
hora.
Desde
hace muchos años me ha llamado la atención no oír comentarios acerca de temas
cotidianos. Yo aquí, en una mesa de apoyo con incrustaciones de nácar, y como
todos los viernes, con seis cuadrados de papel con nombres de adultos.
Termina
la cena. Ahora viene la palabra de la abuela: --Mercedes, traé la caramelera,
por favor.
La
mucama sabe que soy delicada, pesada y temida. Me coloca en el centro el nieto mayor de 15, su madre y su
padre (hijo primogénito), la niña de 10, su padre y su esposa, hija menor de la
estirpe.
de la mesa y como siempre, la niña
menor saca mi tapa y un papelito. Y dice simplemente: ---Abuelo.
Es
la persona que el sábado visitará, obligado, a su segundo hijo en la cárcel de
por vida, por asesino.
Mercedes
vuelve a colocarme sobre la mesita y durante los siguientes seis días podré
escuchar cantar en la cocina, el ir y venir de los que habitan la casa, la
música que proviene de la habitación de descanso, y esas conversaciones
cotidianas que supongo rellenan todos los hogares comunes y corrientes