CON CADA LUNA LLENA
El arroyo recibe el cuerpo sin vida, todavía tibio, de
manos del hombre que mira extasiado cómo va desapareciendo entre restos de
comida, bolsas de plástico y un viejo zapato ortopédico. El oscuro cabello se
confunde con el fango pero el cadáver no termina de hundirse.
Satisfecho, se frota
las manos pegajosas en el pantalón. En un bolsillo lleva como trofeo la lengua de
su víctima.
El perro
hambriento se acerca despacio. Huele carne fresca. Mientras los otros esperan,
se atreve en las aguas y muerde un bracito. Pelea con él arrastrando el cuerpo
a tierra firme. No lo perderá: hace días que no encuentra qué comer. El resto
de la manada lo ayuda en el destrozo. Todo sucede en minutos; la comida resulta
escasa para tantos pero su instinto les dice que aunque poca, ayuda a saciar en
algo el hambre.
Celoso, el hombre
observa. En ese momento se recrimina no haber comido ni bebido del que mató.
Reflexiona que así habría completado el ciclo de búsqueda, violación y muerte
que repite cada noche de luna llena, sosteniendo la fantasía de convertirse en
lobo.
Hombre lobo del
hombre, piensa. Él nunca será víctima: siempre victimario.
Se va,
envidiándolos. Decide que en la próxima luna no se dejará robar el cadáver. Será
suyo y de nadie más.