LUNA DE HIEL
Mi madre no vino a la boda. Ni
aunque hubiese podido. En cambio lloré la ausencia de mi padre. A ella no la
veía desde el juicio y no la extrañaba. Ese día decidí que tenía que mirar
hacia adelante, decirle adiós y ser feliz.
Descubrí el egoísmo atroz de
Pablo durante la luna de miel. Sin desearlo, me llevó a recordar a aquella
mujer a quien no veía desde hacía más de siete años.
Por diez meses creí que nos
movíamos en la misma sensible línea de afecto. Pero no. Todo en él era frío.
Había simulado interesarse por mis tristezas, mis placeres o mi historia
dolorosa. Ilusa, yo pensaba que entendía mi tormento: ¡mi padre había sido
asesinado! Y él era incapaz de emocionarse o emocionar genuinamente a alguien.
A los pocos días de casarnos, en
nuestro viaje a Brasil, mostró su verdadera personalidad, esa que había
ocultado a la perfección durante meses, ese yo farsante, irritable y violento,
enmascarado bajo una fachada de ternura. Lo que creía amor era amor fingido.
—¿Me querés? —le pregunté al entrar al hotel.
—¿Sos idiota? ¡Qué pregunta más
estúpida! —contestó brusco.
Le ordenó al Conserje una
habitación en el quinto piso, en forma engreída, actitud que nunca había visto
antes en un hombre atento como él. Ya se
había ganado la antipatía de una persona.
—Mis sábanas las quiero sueltas
en los pies, ¿entendiste? —le gritó a la mucama cuando entramos en la
habitación.
Mientras, deshacía la cama con
furor.
—Sí, señor. Sí… —lloriqueó la
joven en un insuficiente español.
Había vociferado por una
minucia.
¿Vociferar por una minucia?
¿Cómo no es capaz de un gesto de gentileza? Era un desconocido; y empecé a sentir miedo.
Vino a mi memoria lo que me
había estado ocultando: la cruel escena observada desde el escondite tras el
sillón del living.
A los dos días de llegar comenzó
mi tormento a fuerza de puñetazos y puntapiés. Todo lo que yo expresaba o hacía
desataba su ira; y no cesaba hasta dejarme llena de moretones, tirada en el
piso, exhausta.
Lo que había pasado aquella
noche, hacía siete años se me hizo claro. Definitivamente eran ellos, no
nosotras.
Desde entonces no salí de la
habitación. Estaba avergonzada. Por miedo,
no pedí ayuda, como no lo hizo ella.
De “mi muñeca” pasé a ser un
insulto:
—¡Callate, imbécil! ¿No ves que
sos una inútil?
Cautiva en esa trampa de
palabras no escuchaba ninguna de cariño. Silencié absolutamente todo lo que
pensaba o sentía para evitar represalias. Atrapada en una red invulnerable no
tenía escapatoria.
Muda, detesté a mi padre, de
pronto reencarnado en Pablo.
Soporté los diez días con
estoicismo. Por fin se acercaba la partida.
Estábamos parados en la terraza
abierta al océano. Él, con desprecio, miraba hacia la habitación. Apoyé mis
manos en su pecho; me miró desconcertado. Sólo necesité ejercer una fuerte
presión y cayó como cuervo herido. Permanecí un momento en solitaria calma,
extasiada ante la inmensidad azul. Y para siempre mirando hacia delante.
Sentenciaron: accidente. Iré a
visitar a mi madre a la cárcel; ella no tenía un balcón tan alto, sólo un
cuchillo de cocina.