—¿Otra vez a bailar? Si saliste anoche…
—¡Ufa! Me hartás con preguntas. ¡¡No me persigas, má!!
—Pero tenés que estudiar, ir a pasear con amigas, a
Palermo, al cine… lo que hace una chica de tu edad, Sisí. Estamos preocupados.
—Déjense de pavadas. Las chicas del cole son aburridas,
el pasto está lleno de hormigas y el cine no me gusta.
—Pero…
—Basta de peros. Tengo dieciséis. ¡No sé de qué se
quejan! Si soy la única que no traigo problemas.
—Dije que estamos preocupados, no que nos quejamos.
Sábado y domingo te la pasás durmiendo todo el día. Si andás de novia, decílo
de una vez…
—¡Y dale con eso! No me interesa tener novio. Chau, má. Pico
algo y me voy. Beso.
Y Sisí se fue después de comer algo
liviano. Había aprendido a bailar tango, salsa, danzas folclóricas, merengue,
jazz, hip-hop y rap. Además se anotaba en las clases de bailes típicos. En esa
familia tan poco comunicativa nadie estaba al tanto.
Ya hacía dos
años que llevaba una existencia movida, y todo en ella revelaba un aire de
satisfacción.
Por Internet se
enteró de un Torneo que se iba a llevar a cabo en Rosario: bailarían todos los
ritmos al estilo de los años 60’ ,
desde las 9 de la mañana hasta las 9 de la noche de un sábado, y aquel que no
abandonara resultaría ganador o ganadora: medalla, diploma y 300 pesos.
En su casa dijo
que iría a un picnic en una quinta, y por eso debía salir muy temprano; en
realidad iba a tomar el micro de las 5.30 en Retiro, pero de esto no se sabría
una palabra. Má y Pá se miraron aliviados. Al fin saldría
con chicos de su edad.
Sisí volvió a
las 2 de la madrugada, cansada pero con sus premios en la mochila. Nadie había
podido seguirla y terminó sola en la pista de baile, con una danza del vientre
en jeans y remera de Eminem. Escondió todo en una caja de cartón y le puso una
etiqueta: SUPERPRIVADO. Al día siguiente, empezó una dieta estricta de
proteínas, cereales, nada de grasas y muchas frutas y verduras. No le gustaba
el alcohol y en los concursos le permitían tomar agua pero sin detenerse, como
en las carreras pedestres. Bebía lo menos posible para no tener que ir al baño:
sólo podía dejar la pista 10 minutos cada 6 horas. Esta vez pesaba tres kilos
menos.
Cuando cumplió
los dieciocho, empezó a trabajar de secretaria en un consultorio, martes y
jueves todo el día, para hacer ver que se ganaba su dinero como dios manda; estudiaba programación y sistemas los
miércoles, y de viernes a lunes inclusive, sus piernas no paraban un minuto.
Tampoco estaba quieta en el escritorio ni en la computadora: se sentía partida
en dos: de la cintura para abajo era Sisí la bailarina y sus pies no dejaban de
moverse al ritmo de su Mp3; de la cintura para arriba Sisí, una chica como
cualquiera.
Ni ella misma
sabía bien cómo, pero había logrado impulsar la realización de torneos en varios
lugares del país, todos con la particularidad de ser maratones de resistencia. De
“aguante” los llamaban. Se tenía
mucha confianza. Ella, que siempre se había aburrido, que no había descubierto
una vocación, que no compartía intereses. Ella, que había sido siempre una
inigualable solitaria, ahora, fuera adonde fuese, era siempre la última en
dejar la pista con su medalla colgada al cuello, el diploma enrollado como si
terminara un doctorado, y el sobre, el bendito
sobre con la plata, tan apreciado por su madre si lo hubiera sabido.
Sisí no tenía
pareja fija en los concursos, ni le interesaba. Cuando el de turno, según el
orden de inscripción, abandonaba, ella seguía girando hasta que otra mano
masculina cualquiera tomaba la suya o rodeaba su cintura. Nunca miró a los ojos
a su compañero casual, y por eso jamás competía en torneos por parejas. No
quería saber nombres, ni procedencias. No tenía tiempo para eso. Su mente no pensaba en nada que no fuera el
presente presente de las sensaciones en brazos y piernas, los movimientos
relajados, la cabeza llevada sin tensión por un torso lleno de vitalidad. El
propio.
Ya tenía una
caja para cada cosa: SUPERPRIVADO I (medallas) SUPERPRIVADO II (diplomas)
SUPERPRIVADO III (dinero). Todavía no se animaba a colgar lo colgable en las
paredes. Ni siquiera su hermana, conocía el secreto. Tampoco se le había
ocurrido abrir una cuenta de ahorro, y 14.000 pesos eran, lo sabía, mucha plata
para tener en una caja de cartón en la casa, con dibujitos de mariposas verdes.
En las
vacaciones habituales de febrero del año siguiente, avisó que viajaría al
Uruguay con unas amigas. Falso de toda
falsedad, pensaba, pero no le generó ningún problema de conciencia. Iría a
una Maratónica de cuatro días de salsa y hip-hop en Montevideo. Se sentía
preparada y ganadora antes de poner en el bolso las zapatillas rojas que ya se
habían convertido en amuleto. Era el concurso más largo en que interviniera
hasta el momento. Ya era muy conocida en el ambiente. “Sisí, La emperatriz del
baile”, le decían. No obstante, en tres años no se había hecho nunca de una
amiga o un amigo. Eso no es para mí,
reflexionaba, muy poco pero lo hacía; no
me interesa tener amistades… sólo bailar. No soy una persona. Soy movimiento.
Y triunfó. Pero
ahora no contaba con el hecho de que el tema de los concursos de resistencia se
había convertido en novedad para los noticieros. Cuando sus padres se acercaron
al aparato de televisión no daban crédito a lo que veían sus ojos en la
pantalla. Cambiaban de Crónica TV a Canal 9 Noticias, y de ahí a TN. Atónitos,
veían cómo, inclusive periodistas extranjeros, trataban inútilmente de
entrevistar a Sisí. El teléfono no dejaba de sonar en esa casa en la que el silencio
predominaba porque a los padres no les gustaba la música, y la hermana era resentidamente
paralítica. Todos querían saber cómo, desde cuándo, por qué, y ellos permanecían
boquiabiertos. No podían contar lo que no sabían. Para ellos, Sisí era una
desconocida.
Antes de que
volviera, desesperados, se metieron en su cuarto, revolvieron, desarmaron,
encontraron. ¿Cómo una chica de poco mas de veinte años, tenía 25.000 pesos, 35
medallas y otros tantos certificados y ellos nunca se habían enterado?
Cuando Sisí
entró, el padre le pegó una bofetada: no la conmovió. Su madre lloraba y entre
moco y moco decía:
—No sé quién
sos, Sisí… ¿qué es todo esto?— mientras señalaba los tesoros encontrados.
— ¿Por qué se metieron en mi vida?
— ¿Qué es esto…qué es?
— ¿Hice algo
malo? Me gané la plata en buena ley.
—Pero, ¿para qué, Sisí?
—Porque sí. El
dinero no me importa, la gente no me importa, la ropa no me importa, la vida no
me importa. Lo único que importa es resistir, permanecer, mantenerse,
persistir, ser fuerte, aguantar…
Sisí no paró de
bailar hasta los cuarenta. Cayó muerta una noche en la pista, exhausta tras
diez días sin detenerse.
No conoció
nunca el placer de una charla con amigas, un novio que la abrazara, una mascota
durmiendo a los pies de su cama. No gastó un solo peso de lo ganado. Tampoco
reconoció ni una sola vez la cara del compañero que se movía a su ritmo.
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Gracias por tu comentario. Lidia