MEMORIA
CELULAR
Accidente, terapia intensiva, amnesia. Los eventos se encadenaron
como grilletes de esclavos. Irrompible sucesión que la llevó al olvido. No tenía
documentos; tal vez estaban en la cartera que alguien robó. El coche,
incrustado en un paredón, a diez metros de distancia de su cuerpo ensangrentado
junto a un árbol. Sin nombre, ni siquiera una historia que le dijera qué había
hecho en su vida. Mientras la enfermera Lucy le tomaba el pulso cada seis
horas, esta NN de unos treinta años, sonreía plácida.
—
¿Te acordás de algo?
—
No, y siento que eso está bien. Muy bien. Pienso que no acordarme
es mejor para mí y para todos. No me preguntés por qué; no sabría qué decirte.
Pasaron los días, las semanas y las heridas cerraron; Lucy le
trajo ropa de su hija menor, decidió llevarla con ella cuando firmaron el alta
y, de ahí en más, la enfermera se convirtió en madre sustituta. En esta nueva
familia tenía una hermana menor, una mayor y también una abuela. Por alguna
razón, que no hubiese hombres en la casa la tranquilizó. Intuía que se manejaba
mejor con las mujeres.
— ¿Sabés, Lucía? Es como si me hubiesen lavado el cerebro, como renacer.
Tengo una vida nueva.
Consiguió trabajo de niñera de dos varones tres veces por semana. Aprendía
fácilmente. Soy amnésica pero no idiota.
Se acordaba de cómo vestirse, cantar, usar el control remoto, pasear al perro
de los chicos, cocinar, contar cuentos, jugar a las estatuas y al gallito ciego.
Día a día iba agregando recuerdos a la lista.
Algo empezó a intranquilizarla: cada vez que entraba en la cocina,
todo lo que tuviese filo le generaba un temblor inquietante; lo soltaba
aprensiva y ocultaba la mano. Recién entonces sentía alivio.
Un sueño le reveló su nombre. Alguien, muchos, la llamaban Dolores.
No se lo dijo a nadie. Para ella, Norma, el que le pusieron en el hospital
hasta que recuperara su vida, estaba más que bien; era perfecto. Lo había
aceptado porque era sinónimo de fuerza, control, estabilidad. Rechazó aquel
sueño casi premonitorio
Pero…
Una noche, mientras se desvestía frente al espejo, no se
reconoció: vio un gesto rígido y una sonrisa irónica, sarcástica. De pronto se
encontró en la cocina empuñando un cuchillo. Convertida en autómata que repite
una acción programada, entró en cada cuarto y una a una tomó por sorpresa y
mató a las cuatro mujeres dormidas. Todo fue rápido. Las manos pegajosas de
Dolores iban dejando caminos de sangre y ninguna sobreviviente.
Cuando terminó, puso la pava para un té. Sujetando todavía el cuchillo, miró su reflejo
en el metal manchado de sangre y recobró la lucidez. Fue entonces que pensó: No se puede escapar de la propia historia
escrita, quiérase o no, en cada neurona. Sólo con su propia muerte vendría
el olvido total.
Nunca tomó el té.
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