ENTERRAR LAS PALABRAS
Haciendo un racconto de lo disfrutado desde el
almuerzo, concluyó que la tarde había sido apacible. Leyó veinte páginas de una
novela de aventuras y cebó unos mates; después simplemente se dedicó a mirar el
cielo diáfano, el bosque de eucaliptos, el pasto verde y lozano tras la lluvia.
No podía pedir más. Así era como había imaginado siempre su jubilación: un
disfrute en el campo de las cosas simples de la vida.
Julia había
muerto un mes atrás y aunque no quisiera confesarlo, se sentía aliviado.
Habladora: no podía parar la lengua ni siquiera dormida. Lo iba siguiendo a
todas partes, contándole cosas que no le interesaban y ni podía entender.
Insoportable.
Ahora, el
silencio, su única y perfecta compañía.
La noche de
otoño era cálida e invitaba al descanso. Se acostó en la hamaca paraguaya atada
entre dos robles y se quedó dormido.
La luz del
amanecer lo despertó junto con el molesto ruido de los perros escarbando
ansiosos en el rectángulo de flores, como si hubiesen escondido huesos y trataban
de recuperarlos.
Se acabó mi
tranquilidad, pensó. El jubileo duró solamente un mes. Aunque no hablara, Julia
no lo iba a dejar nunca en paz. De aquí en más tendría que plantar flores él. Mejor
sería deshacerse de los perros; pero son compañeros, guardianes y no hablan.
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Gracias por tu comentario. Lidia