DE MENTIRAS Y VERDADES
La
noticia se divulgó con rapidez. Un pueblo pequeño no permite ignorar nada de lo
que sucede. La señora Sipasky había pasado a mejor vida, como dicen. Mi madre casi
no la conocía, a pesar de que nuestras casas distaban pocos metros. Pero cuando
me enteré, sentí que se me atascaba la garganta. Tenía que comprobar que no se
habían equivocado de persona.
Marian
Sipasky me enseñó todo lo que sabía: sobre la vida, los hombres, los peligros y
los goces, lo que valía la pena y lo que no, la importancia del aseo personal,
y esas cosas de las que mi madre prefería no hablar; pero especialmente, de lo
malo y mentiroso que es el ser humano y el mundo en general.
La
historia comenzó al ir a pedirle una taza de azúcar a su hija Irina: yo tenía
doce años. Me hizo entrar al cuarto de Marian. Desde ese día, ni un solo martes
y durante cinco años, dejé de ir. Era una hora, a la tarde, que atesoraba y
mantenía en secreto. Después me enteré que todos lo sabían.
Por
alguna extraña razón confiaba plenamente en ella. Su palabra era la única
verdad para mí. Nunca se me ocurrió preguntarle algo íntimo. Era rara, no voy a
negarlo: siempre sentada en su silla de ruedas -ni supe desde cuándo-, en una
habitación envuelta en tinieblas y una leve capa de polvo en el aire, con el
pelo canoso y ralo, ojos semicerrados de los que nunca descubrí el color y un
cierto aroma a rancio en la ropa. Su voz desprendía sonidos tibios y cadencias
con un acento que bien podía ser polaco o ruso. Todos teníamos luz eléctrica, menos
ella. Entre su sillón y mi banqueta, alumbraba una vela de siete colores que
duraba una semana. La hija entraba en el cuarto solamente para llevarnos el té
y unas galletas para mí. Según dijo, hacía ya veinte años que Marian no
abandonaba esa habitación. De las paredes colgaban unos marcos antiguos pero la
falta de luz me impedía saber qué encerraban. La vieja cama de metal, mi
banqueta y una mesita, era el
mobiliario. Hablar a oscuras le daba a todo un clima severo y de gravedad.
Después
de verla metida en el cajón a la luz de dos velones grandes, se me ocurrió que
era una mentira, que en realidad estaba durmiendo. No pude evitar tocarle las
manos y la boca. Frías. Era mi primer muerto.
Irina
nos sirvió a mi madre y a mí un licor y dijo:
—Se
fue tranquila durante la noche, ¿qué en paz descanse!
Y
a mí me sonó como si se hubiese ido de paseo. No había nadie más en el velorio.
—Betty…,
te dejó un regalo.
Me
sobresalté. Todo lo que aquella mujer
sabía de la vida me lo había enseñado. ¿Qué más podría darme?
Irina
fue hasta una puerta doble que siempre había permanecido cerrada con gruesas
cortinas: terciopelo y negro. La abrió de par en par y la luz me cegó por un
momento. Mamá seguía en silencio, y como asombrada, al conocer el lugar donde
yo había pasado tantas tardes durante años.
—Pasen…
salgamos…
Otro
mundo apareció ante mis ojos. Un jardín increíble, prolífico, hermoso, una
explosión de colores que abrumaba; y una jaula blanca con dos cotorritas azules
que parloteaban cosas sin sentido.
—Me
hizo prometerle que cuando se muriera te entregaría la jaula. Las quería mucho,
como a vos, y todas las mañanas se la
llevaba al cuarto para que ella les diera de comer.
Nunca
me lo había dicho. No sabía que existían. ¿Qué otras cosas me había ocultado? Ahora
que lo pienso eran demasiadas las cosas que no sabía.
Todavía
con el licor en la mano, bajé el escalón
para verlas de cerca. Y ahí me di cuenta: la extremada belleza del
jardín era sólo aparente. Todas las plantas y flores eran de plástico. Un mundo
artificial.
—Que
la perdonaras por mantenerte en la penumbra. Hacía veinte años que estaba
ciega.
Sentí
un mareo y se me cayó la copa. ¿Cómo nunca me había dado cuenta? Descubrí dentro de mí una sensación de
libertad, como si me hubiera librado de un fraude. Me sostuve en los brazos de
mamá y vi que lagrimeaba.
Hace
cinco años que vivo en la ciudad, trabajo y estudio. Aún tengo a Ping y Pong
conmigo, lo único verdadero. Aprendí a ser una escéptica. Todos mienten.
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Gracias por tu comentario. Lidia