SEÑOR JUEZ
Dardo Paz Muñoz se despertó. Otra noche de sueño
entrecortado. Habían pasado tres años desde que su mujer aceptara el puesto de
ingeniera en la Esso
y tan sólo uno, desde que comenzaron sus viajes para supervisar trabajos de
extracción. No podía acostumbrarse a dormir solo. Entonó: “…sin ti mi cama es
ancha” y agregó: fría. Pensaba que una mujer profesional requería mucho más que
ocuparse del hogar y las reuniones sociales. Por otra parte los hijos ya eran
grandes e independientes.
Se levantó, se dio una ducha, eligió el traje y la mejor
corbata; esa que ella le había regalado en el último cumpleaños. Mientras hacía
el nudo se sintió feliz; con veinte años de casados seguía amando a Patricia
igual que el primer día. Ya listo, fue
al comedor diario donde la mucama le estaba sirviendo el desayuno. El aroma a
café y tostadas recién hechas lo reconcilió con la rutina. A las nueve saldría para
la Corte. Iba
a ser una jornada difícil; nunca es grato sentenciar a cadena perpetua a un
joven de veinticinco años.
--Señor, llegó un sobre; no tiene remitente. Lo puse con
las otras cartas.
Attaché en mano,
pasó por el escritorio. El magistrado tomó el sobre prolijamente escrito, sin
estampilla. Sólo decía: Señor Juez.
Lo abrió con cuidado conjeturando que se trataba de alguna información anónima
sobre el juicio e intrigado por haberlo recibido en su domicilio y no en el
despacho. Leyó:
Nada es impulsivo
en mí. Medito cada palabra, planeo cada acción. Soy el único responsable. A
nadie, sino a mí, se debe culpar de esta muerte. Las emociones han arrebatado a
veces mi lucidez pero veo todo tan claro que no puedo apelar en este caso a un
crimen pasional. No, no lo es. Todo fue meticulosamente llevado a cabo. Es una
historia de amor. También es el relato de una traición que no pude soportar.
Fui educado como buen creyente y he seguido los mandamientos durante cuarenta y
tres años. Me enamoré y creí haber encontrado a la mujer que me iba a acompañar
hasta la muerte. De mi parte, fueron dos años de amor incondicional; dos años
de felicidad únicos e irrepetibles. Le fui fiel y respeté todos sus deseos, aún
aquellos que me eran incomprensibles, como sus desapariciones por varios días,
o su negativa a presentarme a la familia. Después de cada noche juntos iba al
confesionario a recibir el perdón por haber faltado a los mandamientos. La semana pasada me atreví, por
fin, a proponerle matrimonio. Ella me pidió unos días para pensarlo y tomar una
decisión. Ayer, llorando por primera vez,
admitió que estaba casada hacía veinte años y tenía hijos. Me quedé
perplejo. Disimulé la ira. Sin decir una palabra, con frialdad, midiendo el
tamaño de mi pecado y su terrible
infamia, puse raticida en el café de Patricia, su esposa, Sr. Juez. No
fue una muerte serena, como comprenderá. Pero murió como merecía. Cuando lea
esta carta su cuerpo estará todavía acá en mi departamento junto a la mesa
sobre la que escribo. No pido clemencia. Lo espero; venga con la policía. Pagaré
mis terribles faltas.
Abajo, como posdata, figuraba el domicilio.
Al terminar la carta, el juez recordó, desgarrado, las
ocasiones en que su esposa había viajado “por cuestiones laborales”, como ayer
por la mañana; y las cenas silenciosas que él atribuía al cansancio. Recorrió
tembloroso una vez más el texto; abrió un cajón del escritorio de caoba, sacó
el revólver, constató que tuviera balas, lo apoyó firmemente junto a su brazo
derecho y en una hoja comenzó a escribir.
Señor
Juez:
¡Gran relato, Lidia! He contado hasta cuatro giros, sorprendentes, pero verosímiles. Con unos personajes, que respiran, con carga de profundidad. Enhorabuena
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