CHIQUI A LA PROVENZAL
Hoy es diferente. Chiqui cumple cuarenta años.
Es domingo de noche, cenó un sándwich y una fruta.
Está sola y además, hoy se siente sola. Sufre el abrazo ausente, el beso
de despedida, la risa por el chiste malo de la tele, un mate compartido. Todas
esas cosas que añora sin haberlas tenido nunca y son de otros. Siempre lo
fueron. Por eso querría que fuera un día
distinto. Pero no hay nada que festejar.
Se distrae pensando en sí misma, su timidez, el mal humor, la
introversión; todo lo que hizo de ella
una solitaria sin remedio, sin familia ni amigos ni pareja. Eso sí, va a un
curso de telar. El tiempo restante lo despilfarra como cajera en el
supermercado coreano del barrio, su pequeño departamento y un gato de angora, Chear, que tiene seis años y compró con un
aguinaldo.
Ahora mira sin ver, oye sin escuchar uno de esos programas de juegos
frívolos y chillones de la televisión
abierta. Quisiera otro tipo de ruido,
que sucediera algo, un cambio. Por lo menos hoy.
Abre una botella de cognac que
tiene desde hace ya ni sabe cuánto y se
sirve una copa para acompañar ese café a la turca que aprendió en el canal
Gourmet. La combinación la hace sentir otra, extraña a ella misma y no es
desagradable. Sus pensamientos vagan inconexos por lo que va a hacer al día
siguiente: descolgaría la ropa todavía
chorreando en la terraza por la lluvia del sábado que mantiene todo tan húmedo,
sacaría la cuenta del dinero que le debe a la profesora del taller, pensaría en
ese pantalón nuevo que no se decide a comprar -ya tengo uno y con este me sobra total, no salgo a ningún lado-. Se
interrumpe: presiente que hay alguien en la sala aparte del gato que dormita
sobre el televisor tibio.
Chiqui mira atónita. Mientras
escucha el timbal de sus palpitaciones, una de las cuatro sillas estilo
provenzal comienza a alejarse de la mesa, hace una rotación sobre sí y enfrenta
a Chiqui. Ella se figura que ha entrado un mago y quiere sorprenderla con un
truco. Pero no conoce a ninguno.
Suspenso. Ni un movimiento humano en el ambiente, ni una voz salvo la
del televisor y el vaivén de esas cuatro patas que se deslizan, lentas y amenazantes, cada vez más
cerca. En el sillón, ella tiembla y se va
encogiendo. El borde del asiento le raspa las rodillas, protegidas por los pantalones.
Dobla las piernas y abraza fuerte un almohadón para evitar que la madera la
hiera.
A medida que aumenta el temor, pierde la noción del tiempo. El miedo
dura siglos, mientras el programa de televisión sigue su curso.
El respaldo de la silla se inclina hacia adelante y la cabeza de Chiqui
queda atrapada en los travesaños. Su “¡BASTA!” no le sirve. Se hunde en el
sillón lastimándose con los resortes; el
relleno de fibras duras, sogas y madera
termina de apresarla.
El asiento sube al sillón de la abuela, coloca respaldo contra respaldo
y ocupa el lugar de la mujer. Afirma una
pata en el control remoto que aún se encuentra en el apoyabrazos y cambia de
canal: Venus. Las otras tres sillas se van ubicando a los costados. Ellas saben
bien de los cuerpos que se frotan. Chiqui nunca lo supo, ni lo sabrá-
Todo vuelve a estar en calma. Sólo imágenes y un moderado volumen.
Chear, que ha estado observando sin inmutarse los movimientos en la sala,
medita: “Por fin algo excitante en esta casa en la que nunca hubo jadeos”.
Hay que poder controlar a la timidez... Un abrazo
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