LAS PALABRAS SOBRAN
Autor David Gómez Salas, el Jaguar
Esta es la historia de un incendio que causó la muerte de un amigo; y mató el prestigio de un ingeniero…
1. El paraíso
En aquella época vivía en Cancún y trabajaba en un centro de investigación ubicado en Puerto Morelos, Quintana Roo. De este pequeño poblado partían barcos de carga a la isla de Cozumel. Eran barcos maltrechos que transportaban vehículos, maquinaria, combustibles, materiales de construcción, alimentos y otros productos.
En el mar Caribe existe el segundo arrecife coralino más grande del mundo, va desde México hasta Honduras, el arrecife forma una barrera paralela a la costa. En la franja de mar ubicada entre la costa y la barrera de coral, abundaban: peces, Tortugas, langosta y el caracol.
En esa época, vivíamos pocos habitantes en el Estado de Quintana Roo y el mar no estaba sobreexplotado. Puerto Morelos tenía seiscientos habitantes.
Cuando pescábamos, era para el consumo de la familia, sacábamos solo lo que se podía comer en uno ó dos días. Así consumíamos producto fresco y no era necesario tener un congelador grande en casa.
Para efectuar este tipo de pesca, nadábamos en la superficie del agua viendo el fondo marino con el visor y respirando a través de un snorkel. Nos sumergíamos a puro pulmón, aguantando la respiración bajo el agua y cazábamos.
Para cazar los peces usábamos el arpón. Para cazar la langosta utilizábamos una varilla de metro y medio de largo, que tenía un extremo puntiagudo y en el otro extremo tenia un anzuelo que se usaba como gancho.
Al caracol indefenso, simplemente lo levantábamos con las manos.
Se pescaba acompañado de algún amigo, para protegerse mutuamente en caso de que apareciera algún tiburón. La naturaleza nos daba todo, solo había que tomarlo con cuidado.
2. El infierno
En este puerto había un barco llamado “El Vagabundo”, que transportaba del continente a la Isla, diesel y tanques con gas para uso doméstico. Un día, como a las seis de la tarde, empezó un incendio en “El Vagabundo”, nunca supe bien como empezó. Cualquier chispa o cigarro encendido pudo ser la causa, pues el barco transportaba casi siempre algunos tanques de gas en mal estado; y combustibles en envases muy desgastados.
Cuando inició el incendió se celebraba una reunión de trabajo en la terraza de un hotel, ubicado a 250 metros del muelle. Los que participábamos en la reunión observamos la columna de humo que salía del muelle. Diversas construcciones impedían ver el muelle, y solo era posible ver la parte alta de la columna de humo, desde esa terraza.
Oscar, Juan y yo queríamos ir al muelle para saber que estaba ocurriendo; sin embargo, el jefe y la mayoría de los investigadores que participaban en la reunión dijeron que la reunión debía continuar.
—Que malditos son—dijo Juan en voz baja, cuando nos presionaron a permanecer en la junta de trabajo.
Por tolerancia nos quedamos en la reunión hasta las siete de la noche. Al terminar la junta, el cielo ya estaba oscuro y se veía el resplandor rojo del fuego.
—Corramos—les dije, y fuimos rumbo al muelle
Nos acercamos a ayudar. Necesitábamos saber sí había personas atrapadas en el barco, sí era necesario transportar a alguien, o quizás hacer llamadas por teléfono. En esa época solo había cinco líneas telefónicas en todo el pueblo. Una, en nuestra oficina.
Supimos que varios pescadores y estibadores se habían acercado en lancha a “El vagabundo”, y se mantenían atentos con la intención de localizar a todos los trabajadores del barco.
—Faltan tres compañeros—nos dijo un pescador que apodaban el potro: El participaba en la búsqueda de sobrevivientes. –No nos iremos hasta saber que les pasó—agregó.
Esa tarde aprendí que al quemarse el diesel genera una gran cantidad de calor y provoca una reacción en cadena, debido a que la parte en combustión calienta al demás diesel.
El diesel almacenado se calienta, produce vapor y sale con presión del contenedor.
El diesel derramado fuera del barco también se calienta y forma una capa de vapor que facilita se extienda el incendio.
Podía observar la capa de diesel que flotaba sobre el agua del mar, y que al calentarse ardía sin mezclarse con el agua.
Además unos tanques de gas explotaban y otros salían disparados del barco, ya que el calor elevaba la presión del gas dentro del tanque y desprendía la válvula, dejando en el tanque un orificio por donde salía con fuerza el gas caliente. El tanque se convertía en un cohete de “propulsión a chorro”, impulsado por la descarga del gas.
Los tres queríamos acercarnos al barco, primero lo intentamos hacer por el muelle, pero no era posible establecer un acceso, debido a que las llamas provenientes de la embarcación medían más de diez metros de alto e inclinadas por el viento, envolvían todo el muelle.
Así que decidimos acercarnos a nado, por el lado sur del muelle. Corrimos a un terreno aledaño y por ahí bajamos a la playa; al entrar al mar, sentimos que el agua estaba caliente, pero soportable sí se evitaba el contacto con los ojos. Sin embargo, conforme avanzamos al barco sentimos el agua cada vez más caliente.
Al alejarnos apenas treinta metros de la playa, aún lejos del barco, el agua estaba casi hirviendo, por lo que no fue posible acercarnos más. Nos quedamos parados dentro del agua observando, con la esperanza de que saliera alguien por ese lado.
—¿Qué hacemos?—preguntó Oscar. El agua está hirviendo alrededor del barco, explicó.
De pronto, entre las llamas salió disparado un tanque de gas hacia nosotros, rebotó una vez contra la superficie del agua, se estrelló de nuevo en el agua cinco metros antes de pasar sobre nuestras cabezas, siguió de largo para impactarse contra un trailer estacionado a treinta metros de la playa, y rebotó de nuevo hasta la playa. Todo sucedió en dos segundos. El tremendo golpe deformó la pared del trailer, dejando una enorme abolladura.
Un instante antes de que el tanque de gas pasara sobre nosotros, por instinto nos sumergimos en el agua para esquivar el golpe. Bajo el agua escuchamos el estruendo del choque contra el trailer, y al salir del agua ya estaba deformada la pared del trailer y el tanque en la playa.
La preocupación que sentíamos por los trabajadores del barco desaparecidos, no nos permitía retirarnos del lugar, pues pensábamos que sí habían saltado al mar, podrían salir a la playa por ahí o podríamos verlos flotando.
Así que caminamos por la playa al sur y nos metimos de nuevo al mar, primero nadamos rumbo al oriente separándonos de la costa y después nadamos al norte para acercarnos al barco en llamas. Se suponía que la corriente marina fría que va de sur a norte, ayudaría a que el agua del mar estuviera menos caliente por esa ruta.
Pero el mar estaba casi hirviendo en un círculo de influencia como de cuarenta metros alrededor del barco, por lo que no era posible acercarse más. Había que hacerlo utilizando una lancha, como ya lo hacían otros. Así que regresamos a la playa junto al muelle donde había sucedido lo del tanque de gas, porque ahí podíamos estar cerca del barco y observar sí salía alguien vivo o muerto.
Nos metimos al mar y nos acercamos hasta donde lo permitía la temperatura del agua. Esperamos y a las diez de la noche vimos que salía del mar un hombre que no conocíamos, al estar con nosotros dijo que pertenecía a la tripulación del barco. A pesar de tener todo el cuerpo quemado, estaba consciente.
—Debo avisarle al patrón—nos dijo. El sobreviviente deseaba llamar por teléfono a sus jefes para informar lo sucedido. Hasta que lo hizo, aceptó ser trasladado por la cruz roja a Cancún, para recibir atención médica.
Esa noche nos quedamos en una explanada junto al muelle hasta las dos de la mañana. Después nos fuimos a nuestras casas.
3. El juicio
A las ocho de la mañana regresé a Puerto Morelos y fui al muelle, al mismo sitio que la noche anterior era un infierno. El paisaje era un contraste, había poco viento y el sonido del oleaje era tenue, parecía que el mar guardaba silencio en memoria de los muertos.
Las olas borraban las huellas y la playa blanca lucía lisa y tersa. El mar recuperaba la belleza del caribe, se mostraba limpio, transparente, con diversos tonos de color azul, como el cielo.
En el centro del pueblo se escuchaban llantos de familiares y amigos de quienes perdieron la vida, se observaban rostros con dolor, tristeza y desconcierto. Pasaron muchos días para que los habitantes lograran asimilar lo ocurrido, y mostraran de nuevo su alegría característica.
Me enteré que había muerto un amigo, hallaron su cuerpo prensado entre el barco hundido y el fondo del mar, junto al muelle. Su esposa e hijos vivían frente a la plaza, el llanto de ella se escuchaba desde la calle. A medio día la visitaron algunos políticos y le dieron el pésame.
En una esquina frente a la plaza encontré unos amigos que eran pescadores y estibadores. Lo que hice fue saludarlos y permanecer cerca de ellos, casi sin conversar. Era la costumbre de los que vivíamos en el pueblo. Los amigos nos reuníamos casi todas las tardes y dependiendo del estado de ánimo, jugábamos básquetbol, hablábamos o simplemente escuchábamos la música del restaurante de la “China”, que estaba junto al faro. La “China” era la mujer más bonita del Pueblo y probablemente del mundo.
—La china solo tiene un defecto—decían en broma los hombres del pueblo. Se referían al gringo, su esposo.
Después de estar juntos más de una hora, se acercó un ingeniero que también vivía en el pueblo. Era originario del norte del país y conservaba la conducta y costumbres de su tierra. Destacaba su estilo norteño, diferente a la gente de la costa, con ropa y sombrero vaquero. El ingeniero saludó y se puso a hablar, todos lo escuchamos con atención casi sin hacer comentarios; después de diez o quince minutos, mis amigos se despidieron y el ingeniero se quedó platicando solo conmigo.
—Mira a estos cabrones—dijo el ingeniero, refiriéndose a mis amigos, dejaron de platicar con nosotros y se fueron a sentar al centro de la plaza, lo cual significa que no tenían ganas de platicar con nosotros. Ahí están sin hacer nada, simplemente nos dejaron.
Continuó conversando conmigo hasta que pasó por el sitio otro amigo y compañero de trabajo.
—Adiós—dijo y se fue platicando con él.
Caminé al sitio donde se ubicaba el asta bandera, a un lado de las canchas de básquetbol en el centro de la plaza. Me senté en el piso junto a mis amigos, solo los saludé con la mirada.
—¿Por qué se retiraron cuando platicaban con el ingeniero?—pregunté cinco minutos más tarde.
—El ingeniero es bueno para conversar, pero yo no iría a pescar con él, pues creo que él me dejaría si aparece el animal—contestó el Potro, un pescador y estibador de 22 años de edad.
Cuando los pescadores encontraban a un tiburón con comportamiento amenazante, decían: se me apareció el animal.
El Potro y los demás, sabían que el ingeniero no había ayudado la noche del incendio. Sin embargo no lo mencionaron, porque hay ocasiones en que las palabras sobran.
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