1940
Vivíamos al lado de la única casita verde de la cuadra,
separados por un jardín largo y angosto. Mi ventana daba a la suya, oscurecida
por una pesada cortina de tela rosa, aunque traslúcida. De noche, después de
que terminábamos de cenar; después de que rezábamos con mamá junto a la cama;
después de que me preparaba para dormir; después de que ella cerraba la puerta
de mi cuarto, me levantaba sigiloso y miraba a través de mis cortinas a
lunares, hacia esa ventana inquietante.
Ese era el momento en que la señoritaDulceDelia, mi
maestra de 2° grado entraba a su dormitorio y empezaba un ritual
incomprensible, pero que yo, maravillado, seguía cada noche: prender un velador
con cristales colgantes de colores, sentarse frente a un espejo y con algo en
la mano seguir las líneas de los ojos, de la boca, dar golpecitos en su cara; y
al deshacer el ajustado rodete, dejar caer por la espalda una tormenta de pelo
oscuro como la que yo nunca había visto antes y juro que nunca lo vería.
Recuerdo que me restregaba los ojos llorosos de tanto
mantenerlos abiertos.
Al levantarse del asiento, se quitaba el saco con
solapas, la falda gris y la camisa blanca y, como tantas veces había
sorprendido a mi madre antes de tomar un baño, se quedaba con unas enaguas brillantes
que desde los hombros llegaban hasta no sé dónde. Mirándose en el espejo, de
pie, las dejaba caer al suelo.
No podía creer lo que estaba pasando, y cuanto más fijaba
la vista más aumentaba mi asombro. El color de su cuello y sus piernas me
resultaba mágico, irreal. Entonces, se dirigía a un ropero con luna, lo abría y
sacaba un vestido rojo que deslizaba con lentitud por su cuerpo. Siempre el
mismo. De una caja tomaba una flor amarilla que abrochaba en su pelo, por sobre
la oreja.
Yo predecía estos movimientos noche tras noche,
conociendo el orden, como el del libro de cuentos leído cientos de veces y del
que un chico nunca se cansa. Me adelantaba, considerándome un adivino: “Ahora…te vas a servir un vaso con un
líquido oscuro que hay en un botellón con tapa; ahora lo vas a tomar despacio
en el silloncito mientras fumás un cigarrillo como los de papá; ahora…vas a
prender la radio para escuchar música…” Me fascinaba saber el futuro.
Algunas veces esa persona misteriosa que era mi maestra,
se incorporaba al sonar un vals y con el vaso en una mano y el cigarrillo en la
otra, daba vueltas y vueltas por el cuarto en penumbras. En otras ocasiones la
perdía de vista. Reaparecía y su risa me
hacía temblar. Nunca había escuchado antes a alguien en soledad que riera de
esa manera, libre y aparentemente sin motivo. Era extraño y al mismo tiempo
lindo verla así. En la escuela jamás la había escuchado gritar y, cuando me
tocaba, sus manos eran suaves como plumas. Sin embargo aunque no parecía enojada se la veía siempre
seria, como ocultando cierta tristeza.
Una de esas noches, salió de la habitación. Al volver,
apareció acompañada de un hombre. La luz se apagó y fue la primera vez que
rompió la rutina.
—¿Mamá, la señoritaDulceDelia es como vos?
—No…ella no es
como yo: ella no tiene ni puede tener marido, ella es un ángel de la guarda
porque es una maestra; ella es tu segunda mamá y ustedes son como sus hijos.
Pero la señoritaDulceDelia no tenía alas cuando se sacaba
la ropa.
Yo tenía un secreto. Un secreto enorme y magnífico: la
señoritaDulceDelia no era un ángel ni mi segunda mamá. Era una mujer y nadie se
había dado cuenta porque era imposible verla en otro lugar que no fuera la
escuela. Después de las horas de clase desaparecía del mundo. No paseaba, no iba
a tomar helado, no tenía amigas.
Mis ocho años querían que todos supieran que la
señoritaDulceDelia era como todas las madres, que le gustaba la música y
bailar, y también hacía algunas otras cosas, como fumar y beber. En ese
entonces yo quería casarme con ella cuando fuera grande.
Después de hacer los deberes, una tarde le escribí una
carta contándole lo que sabía y pidiéndole perdón por mirarla a la noche; que
yo sabía que no era un ángel como creía mi mamá y que así la quería más. Que me
gustaba su vestido rojo y su flor amarilla, y esas cosas…
Al otro día en la escuela, le di el sobre antes de formar
para izar la bandera. Mientras cantábamos Aurora me di cuenta de que la DirectoraEma se lo
pidió antes de que lo abriera. Yo, inocente, estaba contento: todos se iban a
enterar y la iban a premiar por ser tan buena sin ser un ángel. Esperé todo el día a que me dijera algo.
Supuse que había recibido una noticia triste porque se sonaba la nariz todo el tiempo y tenía los ojos llorosos.
“Mañana me vas a contestar”
Pero ese mañana no llegó. La señoritaDulceDelia no volvió
al grado y trajeron otra maestra suplente. Llamaron a mi madre y a partir de
esa noche, cuando me iba a dormir, cerraba los postigones de la ventana después
de darme un beso. Pusieron un cartel de venta en la casita verde y nunca más vi
a mi maestra.
Hoy, setenta años después, todavía me arrepiento de no
haber sabido guardar un secreto.
—Bueno, ya te conté… Dale, ahora te toca a vos: hablame
de la señoritaVerónica. Te gusta, ¿no? ¡Vamos…! ¡Soy tu abuelo! A mi podés
decirme la verdad. Te prometo que queda entre vos y yo.
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Gracias por tu comentario. Lidia