CUESTIÓN DE GUSTOS
Ludmila está harta de
esa música. Nadie podía decir de ella que era sorda, más bien todo lo
contrario. Ama los sonidos y son su pan de cada día, por algo es compositora:
enciende la radio ni bien se despierta, y se envuelve en jazz. Trabaja en casa,
con su computadora, su piano, sus hojas pentagramadas, y siempre acompaña las
inevitables tareas de la casa con las FM on line: prefiere las escandinavas e
inglesas porque la música clásica la tranquiliza y la mantiene concentrada.
Cuando termina, alrededor de las seis de la tarde, coloca sus preciosos vinilos
en el tocadiscos, hasta que se acuesta.
Sobreviene el
calvario. Su vecino la perturba. El tumulto de su música heavy metal y rock
pesado, se le mete como intruso en la oscuridad de su cuarto. Imposible dormir.
Durante el día, su música, lagos y nubes pastando sobre el teclado. De noche,
la de él, tormentas y erupciones volcánicas.
El encargado del
edificio le comentó que se llama Alan, es compositor y bajista de una banda:
Los Rudos, o algún nombre así de mediocre. De día, duerme la mona, dijo. Y ella
piensa que seguramente duerme también el ácido.
Lo odia sin conocerlo;
lo odia por lo que toca, lo odia porque desde que se mudó, hace un mes, no
puede pegar un ojo.
Con un oído contra la
pared medianera, intenta descubrir algo más: cómo es, qué edad tiene, de qué
color son las paredes del cuarto. Sabe que esto es imposible pero ejerce
metódicamente la vigilancia del gato sobre el ratón. Total, el sueño ha
desaparecido.
Ya no puede trabajar
tranquila, su mente está centrada en el otro lado. Del otro lado.
Una tarde cualquiera,
sale del departamento y mientras cierra con llave ve que Rudo (así lo llama
para abreviar) también se dispone a tomar el ascensor. No puede volver a
entrar, le parece que sería más que descortés, sería agresivo. De modo que
yendo hacia el elevador aprovecha para mirar. No tiene más que un minuto pero
observadora como es, desnuda una vertiginosa radiografía: no más de treinta
años, casi dos metros de altura, castaño lacio, pulcro y frugal por lo bien vestido y delgado. Nada
de lo que imaginó.
Él le da el paso para
entrar y bajan juntos sin dirigirse la palabra. Al llegar a la pequeña
escalinata que desciende a la calle, queda un escalón más alto que él. No sabe por
qué, pero su brazo se extiende y apoya la mano sobre el hombro de su vecino (ya
dejó de llamarlo Rudo porque el mote no le va). Él se da vuelta, sorprendido, y
clava sus ojos vegetalmente verdes en ella. Paralizada, no atina más que a
generar algunos sonidos embobados, al tiempo que su rostro se torna colorado.
Tartamudea un "los dos somos músicos…me
parece". La sonrisa de Alan se despliega con dulzura y le toma las manos: "¡vos
sos la pianista! Duermo y te escucho; me calmás tras las
noches agitadas de rock". Ludmila cree que va a desmoronarse. Juró que
después de Francisco no entraría ningún hombre más en su vida. Y ahora siente un
pánico atroz. No puede retirar las manos, el mundo alrededor se nubla, su
corazón galopa. "Sí, yo te escucho a la
noche. No soy muy rockera pero… sé que
los dos componemos".
Ya
están los dos en la vereda y no se han soltado las manos. Alan y Ludmila
caminan desde ahora, juntos. Luzmila no sabe por qué pero ahora le gusta el
rock.
Me gustó el relato, cuestión de gustos y de prejuicios, ¿por qué la persona a quién le gusta la música suave tiene que ser un viejo? ¿por qué la persona que gusta del rock debe ser un loco?. Solo falta por saber que puede salir de estos dos...
ResponderEliminarMe gustó el relato, Lidia.