MANO DE SASTRE
Dedos nudosos, yemas endurecidas, índice y mayor atacabos sosteniendo un
cigarro artesanal inerte hacía ya no sé cuánto. Pinchazos sin sangre, de agujas
destinadas a eternos hilvanes. Anular y dedal inseparables. Su postura asumía
inconsciente la forma de manotijera de hierro, pesada y gris. No llevaba
anillos: habían sido empeñados tiempo atrás para retener por minutos de temblor
unos boletos que al fin resultaron perdedores en los burros.
Cuando no hacía cortes y cosía, chasqueaba
sus dedos –sin dejar caer el cigarro- acompañando coplas de Castilla que su
boca hermana tarareaba. Revolvía la pasta diaria de buñuelos y medía
acostumbradas lonjas de jamón y pan de campo, apurando un almuerzo siempre
retrasado para acabar la prenda. Se metía en mi pelo, a ras de la mesa de
moldes, reparando ausencias de tiempo de padre. Iba guiando mi triciclo por la
vereda y conseguía por centavos chupetines que compartíamos. Esa mano me alzaba
hacia los hombros, fuerte y segura. Podía someter firme la audacia de un golpe
de puño.
De joven recorrió cuerdas españolas y talle de hermanas.
Eligió una para enlazarse hasta que la parca los viniera a retirar, de a uno.
Secó llantos ajenos y propios. Se agitó en la cubierta de un barco al volver a
su tierra, y recorrió pausadamente paredes, rostros y árboles abandonados
cincuenta años antes. Pero ya era una mano argentina, abierta al otro, los
hijos, nietos y el biznieto. Regresó sudorosa como llorando sueños perdidos y
me pellizcó la mejilla, yo alegre por verlo. En meses, esa mano quedó helada.
Yo aún percibo su tibieza al tomar la mía para bajar de
la calesita.
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Gracias por tu comentario. Lidia