martes, 9 de julio de 2019


MANO DE SASTRE

                Dedos nudosos, yemas endurecidas, índice y mayor atacabos sosteniendo un cigarro artesanal inerte hacía ya no sé cuánto. Pinchazos sin sangre, de agujas destinadas a eternos hilvanes. Anular y dedal inseparables. Su postura asumía inconsciente la forma de manotijera de hierro, pesada y gris. No llevaba anillos: habían sido empeñados tiempo atrás para retener por minutos de temblor unos boletos que al fin resultaron perdedores en los burros.     
              Cuando no hacía cortes y cosía, chasqueaba sus dedos –sin dejar caer el cigarro- acompañando coplas de Castilla que su boca hermana tarareaba. Revolvía la pasta diaria de buñuelos y medía acostumbradas lonjas de jamón y pan de campo, apurando un almuerzo siempre retrasado para acabar la prenda. Se metía en mi pelo, a ras de la mesa de moldes, reparando ausencias de tiempo de padre. Iba guiando mi triciclo por la vereda y conseguía por centavos chupetines que compartíamos. Esa mano me alzaba hacia los hombros, fuerte y segura. Podía someter firme la audacia de un golpe de puño.
            De joven recorrió cuerdas españolas y talle de hermanas. Eligió una para enlazarse hasta que la parca los viniera a retirar, de a uno. Secó llantos ajenos y propios. Se agitó en la cubierta de un barco al volver a su tierra, y recorrió pausadamente paredes, rostros y árboles abandonados cincuenta años antes. Pero ya era una mano argentina, abierta al otro, los hijos, nietos y el biznieto. Regresó sudorosa como llorando sueños perdidos y me pellizcó la mejilla, yo alegre por verlo. En meses, esa mano quedó helada.
            Yo aún percibo su tibieza al tomar la mía para bajar de la calesita.

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Escritura

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