HASTA QUE LA MUERTE NOS UNA
Sos vos, selva de canas y arrugas; caminás en tres con tu
bastón, como el oráculo de Delfos lo auguró más de veintiséis siglos atrás; con
la espalda curva por años sobre un escritorio de oficina. No me cabe ninguna duda.
Tus manos largas, y ahora nudosas, aún conservan la alianza. El traje con chaleco,
anacrónico, es tu firma, y unos pesados anteojos publicitan el umbral a la
ceguera.
Llueve. Detestabas usar paraguas y, por lo que veo, no
hubo ningún cambio en diez años.
Te sigo como perro a sulky durante una hora: apenas
veinte cuadras. Lento andar. Quiero ver dónde vivís, enterarme qué es hoy del
hombre que una vez me perteneció. Pero no me es posible salir del anonimato. Parezco
una detective de adúlteros.
Lo observo cuando entra en la pensión, lo espío por la
ventana, guarda mi foto en un bolsillo del chaleco y, mientras se ceba unos
mates con parsimonia, toma una cuerda, hace un nudo corredizo, la enlaza por
una viga del cielorraso, sube al banquito naranja que había sido de nuestro
hijo y se calza la víbora vegetal alrededor del cuello. Con precisión y sin
lágrimas patea su pedestal provisorio. No grita, no le queda la lengua afuera,
no se le caen los lentes ni se le desabrocha un solo botón. Impecable como
siempre.
No siento compasión o dolor. A decir verdad, sólo una
serena alegría bajo la llovizna espesa que no me roza. Todo ha sido cuestión de
esperar.
¿Sabés? Me sentía muy sola sin vos.
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Gracias por tu comentario. Lidia