PABELLÓN DE LA MUERTE
6 de Agosto de 1890. Prisión
de Auburn, New York, Estados Unidos.
Acaba de terminar su comida,
la última. Pidió costillas de cordero con puré de batatas. Dos botellas de
cerveza y un puro. No hubo problemas: todo exquisito. El cura parecía muy
ansioso de conversar. No obstante, lo dejó con las ganas; no tiene nada que ver
con él y sus creencias.
Son las ocho de la noche y le
parece que una siesta de una hora le hará bien.
Más tarde, cree que es tiempo
de pensar en todo lo que no hizo durante siete años en prisión. Quizás le
encuentre sentido a su vida, ese sentido que nunca se le manifestó.
Imagina qué habría hecho de no haber matado al hombre.
Tal vez conocer una mujer y tener algún hijo, terminar sus estudios, comprar
una casa con jardín, tener perros, viajar a Louisiana y conocer el lugar donde
nacieron sus padres. ¡Tantas cosas podría haber logrado en esos siete años!
reflexiona.
Él no había querido asesinar a
ese viejo. Había entrado en la vivienda a robar, nada más. Pero su víctima, ex
policía, sacó un arma y él no tuvo más
remedio que usar la suya. Nunca había disparado. No había tenido necesidad.
Pero la falta de trabajo y el hambre, lo llevaron de las aulas a la calle y ya
estaba cansado de mendigar. Se asustó. Sabía que iría a la cárcel si lo descubrían
y en la oscuridad bajó al sótano y encontró un hacha. Desesperado, descuartizó
al muerto y lo metió en bolsas de residuos. Con su ropa ensangrentada, cargó los sacos en el coche del viejo y lo
empujó al río Mohawk hasta que desapareció bajo el agua. No imaginó que la suave corriente
lo arrastraría a la costa dos días después. Tampoco, que había un testigo: una
viejita de anteojos que observaba tras las cortinas desde la casa de enfrente.
Él no la había visto. De otra manera también hubiese tenido que matarla.
El gran evento tendrá lugar a
las cero horas un minuto, ni un segundo antes, ni un segundo después.
Cintas oscuras como retazos de
mortaja negra lo van rodeando. Sabe que las recorren finos hilos metálicos. El
sillón de madera es grande, más parecido a un
regio trono que a un asiento mortal.
Rodeado de cinco personas se
siente atendido como si fuera un niño pequeño. ¿Cuándo lo habían tocado con
tanta dedicación? Ni siquiera al recibir el puntazo en el patio de la prisión
por resistirse a formar parte de una de las camarillas. La verdad es que no
comprende por qué son tan delicados para amarrarlo con esas tiras. Que no
deseen lastimarlo antes de que la corriente eléctrica circule a través de su
cuerpo es irónico. A final, el cuidado que jamás le habían dado sus padres ni
tampoco los adoptivos, lo recibe de sus verdugos.
Diecisiete pasos desde la
celda por el camino final, sus muñecas y sus tobillos encadenados. Muy a su
pesar, el cura fue leyéndole los Salmos. Caminaba sereno. Sabía que era culpable.
No obstante ahora, sentado en la silla, una débil esperanza lo mantiene atento
al aviso de indulto que puede salvarlo.
El mensaje no llegó. Al minuto
después de la medianoche, el verdugo bajó la palanca y la silla eléctrica
funcionó por primera vez en la historia. Su nombre pasaría a la posteridad:
William Kemmler, un blanco.
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