Cómo admirábamos a
nuestros padres cuando éramos niños, nos parecían unos gigantes
que solo estaban ahí para enseñarnos un millón de cosas nuevas
cada día y para protegernos de cualquier peligro. Nos dejaban
boquiabiertos con todo lo que sabían y compartían con nosotros.
Pero de pronto
descubrimos que en ocasiones se equivocaban, que no eran en realidad
tan grandes como creíamos y que no todo lo que nos decían
correspondía a lo que nosotros descubríamos día con día.
En la escuela
empezamos a ver otras figuras que nos parecían también imponentes,
quizás sentimos admiración por Julio César o por César Augusto o
incluso por Napoleón, pero después pudimos realmente comprender y
asimilar que esos grandes personajes de la historia dejaron detrás
de sí innumeralbles guerras y muertes, no solo de jóvenes soldados
sino de muchísimos, muchísimos inocentes.
Quizás en la época
universitaria nos dejamos impresionar por algunos idealistas como el
Che Guevara, como también nuestros padres lo hicieron en un
principio con la figura de John F. Kennedy, primer presidente
católico (lo que era de suma importancia para ellos) de los Estados
Unidos de América, hasta que descubrimos que también esos seres
habían sido responsables de guerras y destrucción, e incluso de
ejecuciones y violencias inútiles que se habían mantenido ocultas
por la propaganda para poder conservar así la imagen de los que el
sistema o el país quería presentar como auténticos héroes o como
“grandes hombres”.
Tal vez también en
esos mismos años de la universidad descubríamos sentir admiración
por grandes escritores u otros creadores de arte sin igual como lo
fueron Víctor Hugo, Tolstoi, Dostoiesvky, Turgueniev, Beethoven,
Rodin, etc hasta que al interesarnos por sus biografías nos dimos
cuenta que lo que realmente admirábamos de ellos eran sus obras pero
no así sus personalidades, ni la forma como vivieron o trataron a
los que los amaron profundamente.
Puede ser también
posible que nos hayamos dejado sorprender por los que consideramos
genios de los negocios como Steve Jobs, hasta que supimos lo que
realmente significa ser lo que la sociedad llama “un triunfador”.
Tuvimos que llegar a
una edad mucho más avanzada para poder cerrar el círculo y darnos
cuenta de que aquellos generosos seres que tanto admirábamos en
nuestra niñez eran realmente los más dignos y merecedores de esa
admiración. Fueron ellos los que no escatimaron nada para darnos lo
mejor que tenían y mostrarnos el camino que nos permitió llegar
hasta donde nos encontramos ahora.
Conociendo la gran
importancia en la vida de una buena educación, se hicieron a la
tarea de darnos la mejor que pudieron concebir y que por supuesto
incluyó los conceptos de lo que significa ser un ser humano bueno,
honesto, honrado y trabajador como lo fueron ellos.
Desde que leí por
primera vez La Amada Inmóvil quedé cautivado por la belleza de la
escritura de Amado Nervo, a pesar de ser un poema fúnebre y por
tanto sumamente triste, dedicado a la mujer que habría de ser el
gran amor de su vida. Sin embargo ahora, y en cada ocasión en la que
uno de mis seres más queridos deja de estar con nosotros, vuelve a
la memoria aquella terrible frase de “Qué solos se quedan los
muertos...”
Creo que el gran
poeta se equivocó en esa parte de su inigualable obra: somos
nosotros los que nos quedamos muy solos...
Alguien me decía
que es posible aprender a vivir sin nuestros seres más queridos,
aunque siempre añoremos su presencia y aunque siempre nos harán una
falta terrible. Me decía también que llegaría el momento en el que
su ausencia cesaría de dolernos como nos duele cuando ellos dejan de
estar con nosotros, que esa ausencia ya no nos dolería con ese dolor
que nos resulta tan particular y tan indescriptible y que nos hace
sentir como si algo muy en nuestro interior, en especial en el pecho,
se hubiese roto, o como si hubiese sido todo ese conjunto que
formamos el que se hubiese partido en mil pedazos.
La misma persona me
decía también que solo nos quedaba algo a nuestro favor: el hecho
de que de alguna manera llevamos a esos seres tan queridos en algún
sitio muy dentro de nosotros.
Tiene razón. Esos
seres tan queridos llegaron a formar una parte de nuestro ser,
precisamente por ese enorme afecto, amor y cariño que pudimos haber
sentido por ellos y que nos fue correspondido con igual o incluso
mayor intensidad.
Serán entonces esos
afectos que hicieron que nos identificásemos con los que se nos han
ido los que harán posible que de alguna manera podamos sentir su
presencia, que harán posible sentir que podemos tenerlos con
nosotros.
Sí, hay mucha razón
en todo lo que me dice.
Hace unos días
estuve en el funeral de un compañero de estudios de Francia y pude
observar que la esposa, el hermano y las hijas se encontraban
destrozados tal y como era de esperarse. Los nietos, quizás de unos
10 ó 12 años, daban la impresión de no sentir demasiado la pérdida
de su abuelo. Debido a su corta edad tal vez no tuvieron el tiempo
necesario para poder sentir la presencia de ese abuelo en sus vidas y
por tanto la marca que pudo haber dejado no debió haber sido tan
profunda. Creo que es mejor así, ya que hay pocas cosas más
conmovedoras que ver a un niño o a una niña afligido o triste.
Algo similar sucede
cuando me siento a escribir lo que me pasa por la mente: son éstas
quizás las mejores pruebas de que llevamos dentro de nosotros a esos
seres que amamos tanto y que buscamos, con nuestras conversaciones y
nuestros escritos, mantenerlos no solo en nuestro interior sino que
tratamos de hacerlos emerger de alguna forma a la superficie. No
queremos que permanezcan tan solo en el cerebro y en el corazón:
somos egocentristas, queremos que participen de nuestras vidas y en
las de todos aquellos que tanto quisieron y que somos todos nosotros.
Se convierte
entonces en una necesidad hablar de ellos y recordarnos mutuamente
todo lo que les debemos. Es la mejor medicina que he podido encontrar
para la pena y el dolor.
Siento algo parecido
cuando escucho un concierto de música fascinante que quisiera que la
orquesta siguiese tocando y tocando sin parar por más y más tiempo,
o como cuando era niño y escuchaba un cuento que no quería que
acabase, o que me gustaba tanto que quería que me lo repitiesen una
y otra vez.
Siendo los
personajes más inolvidables y extraordinarios que tanto
enriquecieron nuestras vidas deseabamos profundamente que siguiesen
estando con nosotros mucho tiempo.
Pero en ocasiones es
necesario reconocer que no tenemos mucho derecho a quejarnos
demasiado, pudimos tenerlos con nosotros tal vez medio siglo y ellos
se encontrarían no muy lejos de poder completar el siglo.
Los recuerdos de
tantos años pareciesen surgir como torrentes dentro de la mente y
buscando una salida producen verdaderos embotellamientos de ideas e
imágenes en nuestras cabezas. Los sucesos de nuestra niñez se
mezclan con los de la edad adulta y traen consigo aquellos
pensamientos que nos parecían tan difíciles de aceptar en la
adolescencia, o en los primeros años de nuestra vida independiente,
acerca de que llegaría el día en el que esos personajes
inolvidables habrían de dejarnos solos. El concierto y el cuento
terminarían y ellos se irían.
Cuando años atrás
debí enfrentarme a la posibilidad física de no poder tener hijos,
pensé en que quizá la adopción de un niño sería el camino a
seguir. Sin embargo rechacé la idea, creía que no se podría llegar
al mismo nivel de cariño por un hijo adoptivo como el que se tiene
por un hijo propio. Estaba muy equivocado. La mejor prueba de mi
error la vivimos ahora con una pequeña chinita a la que mi esposa da
lecciones de su idioma de origen. La pequeña María (tiene un nombre
español además de su nombre chino) es hija adoptiva de un generoso
matrimonio español que tuvo la voluntad y la paciencia necesarias
para llevar a cabo todos los largos y tediosísimos trámites de
adopción, tanto en España como en China. Su generosidad tuvo su
recompensa, María tiene una gracia y una simpatía que conquistarían
hasta las mismas piedras y se ha convertido en la alegría de su casa
y de toda la familia, incluyendo a las tías y al abuelo.
Y también se ha
convertido en la alegría de nuestra casa. No tengo la menor duda que
a la pequeña la quieren en su familia adoptiva tanto como se querría
a los propios hijos.
No es necesario
llevar la misma sangre para que se pueda desarrollar el amor y el
cariño.
Qué lástima que
hayamos requerido de tanto tiempo para poder cerrar el círculo y
comprender todo esto.
Y más pena siento
ahora de que nuestros padres ya no estén aquí para que podamos
decirles una y mil veces cuánto los queremos, decirles que sentimos
una admiración por ellos similar a la que teníamos cuando todavía
éramos unos niños y decirles también cuánto tenemos que
agradecerles tantos y tan maravillosos legados que recibimos de ellos
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Gracias por tu comentario. Lidia