sábado, 7 de marzo de 2015

El Círculo de los Padres

Cómo admirábamos a nuestros padres cuando éramos niños, nos parecían unos gigantes que solo estaban ahí para enseñarnos un millón de cosas nuevas cada día y para protegernos de cualquier peligro. Nos dejaban boquiabiertos con todo lo que sabían y compartían con nosotros.

Pero de pronto descubrimos que en ocasiones se equivocaban, que no eran en realidad tan grandes como creíamos y que no todo lo que nos decían correspondía a lo que nosotros descubríamos día con día.

En la escuela empezamos a ver otras figuras que nos parecían también imponentes, quizás sentimos admiración por Julio César o por César Augusto o incluso por Napoleón, pero después pudimos realmente comprender y asimilar que esos grandes personajes de la historia dejaron detrás de sí innumeralbles guerras y muertes, no solo de jóvenes soldados sino de muchísimos, muchísimos inocentes.

Quizás en la época universitaria nos dejamos impresionar por algunos idealistas como el Che Guevara, como también nuestros padres lo hicieron en un principio con la figura de John F. Kennedy, primer presidente católico (lo que era de suma importancia para ellos) de los Estados Unidos de América, hasta que descubrimos que también esos seres habían sido responsables de guerras y destrucción, e incluso de ejecuciones y violencias inútiles que se habían mantenido ocultas por la propaganda para poder conservar así la imagen de los que el sistema o el país quería presentar como auténticos héroes o como “grandes hombres”.

Tal vez también en esos mismos años de la universidad descubríamos sentir admiración por grandes escritores u otros creadores de arte sin igual como lo fueron Víctor Hugo, Tolstoi, Dostoiesvky, Turgueniev, Beethoven, Rodin, etc hasta que al interesarnos por sus biografías nos dimos cuenta que lo que realmente admirábamos de ellos eran sus obras pero no así sus personalidades, ni la forma como vivieron o trataron a los que los amaron profundamente.

Puede ser también posible que nos hayamos dejado sorprender por los que consideramos genios de los negocios como Steve Jobs, hasta que supimos lo que realmente significa ser lo que la sociedad llama “un triunfador”.

Tuvimos que llegar a una edad mucho más avanzada para poder cerrar el círculo y darnos cuenta de que aquellos generosos seres que tanto admirábamos en nuestra niñez eran realmente los más dignos y merecedores de esa admiración. Fueron ellos los que no escatimaron nada para darnos lo mejor que tenían y mostrarnos el camino que nos permitió llegar hasta donde nos encontramos ahora.

Conociendo la gran importancia en la vida de una buena educación, se hicieron a la tarea de darnos la mejor que pudieron concebir y que por supuesto incluyó los conceptos de lo que significa ser un ser humano bueno, honesto, honrado y trabajador como lo fueron ellos.

Desde que leí por primera vez La Amada Inmóvil quedé cautivado por la belleza de la escritura de Amado Nervo, a pesar de ser un poema fúnebre y por tanto sumamente triste, dedicado a la mujer que habría de ser el gran amor de su vida. Sin embargo ahora, y en cada ocasión en la que uno de mis seres más queridos deja de estar con nosotros, vuelve a la memoria aquella terrible frase de “Qué solos se quedan los muertos...”

Creo que el gran poeta se equivocó en esa parte de su inigualable obra: somos nosotros los que nos quedamos muy solos...

Alguien me decía que es posible aprender a vivir sin nuestros seres más queridos, aunque siempre añoremos su presencia y aunque siempre nos harán una falta terrible. Me decía también que llegaría el momento en el que su ausencia cesaría de dolernos como nos duele cuando ellos dejan de estar con nosotros, que esa ausencia ya no nos dolería con ese dolor que nos resulta tan particular y tan indescriptible y que nos hace sentir como si algo muy en nuestro interior, en especial en el pecho, se hubiese roto, o como si hubiese sido todo ese conjunto que formamos el que se hubiese partido en mil pedazos.

La misma persona me decía también que solo nos quedaba algo a nuestro favor: el hecho de que de alguna manera llevamos a esos seres tan queridos en algún sitio muy dentro de nosotros.

Tiene razón. Esos seres tan queridos llegaron a formar una parte de nuestro ser, precisamente por ese enorme afecto, amor y cariño que pudimos haber sentido por ellos y que nos fue correspondido con igual o incluso mayor intensidad.

Serán entonces esos afectos que hicieron que nos identificásemos con los que se nos han ido los que harán posible que de alguna manera podamos sentir su presencia, que harán posible sentir que podemos tenerlos con nosotros.

Sí, hay mucha razón en todo lo que me dice.

Hace unos días estuve en el funeral de un compañero de estudios de Francia y pude observar que la esposa, el hermano y las hijas se encontraban destrozados tal y como era de esperarse. Los nietos, quizás de unos 10 ó 12 años, daban la impresión de no sentir demasiado la pérdida de su abuelo. Debido a su corta edad tal vez no tuvieron el tiempo necesario para poder sentir la presencia de ese abuelo en sus vidas y por tanto la marca que pudo haber dejado no debió haber sido tan profunda. Creo que es mejor así, ya que hay pocas cosas más conmovedoras que ver a un niño o a una niña afligido o triste.

Algo similar sucede cuando me siento a escribir lo que me pasa por la mente: son éstas quizás las mejores pruebas de que llevamos dentro de nosotros a esos seres que amamos tanto y que buscamos, con nuestras conversaciones y nuestros escritos, mantenerlos no solo en nuestro interior sino que tratamos de hacerlos emerger de alguna forma a la superficie. No queremos que permanezcan tan solo en el cerebro y en el corazón: somos egocentristas, queremos que participen de nuestras vidas y en las de todos aquellos que tanto quisieron y que somos todos nosotros.

Se convierte entonces en una necesidad hablar de ellos y recordarnos mutuamente todo lo que les debemos. Es la mejor medicina que he podido encontrar para la pena y el dolor.

Siento algo parecido cuando escucho un concierto de música fascinante que quisiera que la orquesta siguiese tocando y tocando sin parar por más y más tiempo, o como cuando era niño y escuchaba un cuento que no quería que acabase, o que me gustaba tanto que quería que me lo repitiesen una y otra vez.

Siendo los personajes más inolvidables y extraordinarios que tanto enriquecieron nuestras vidas deseabamos profundamente que siguiesen estando con nosotros mucho tiempo.

Pero en ocasiones es necesario reconocer que no tenemos mucho derecho a quejarnos demasiado, pudimos tenerlos con nosotros tal vez medio siglo y ellos se encontrarían no muy lejos de poder completar el siglo.

Los recuerdos de tantos años pareciesen surgir como torrentes dentro de la mente y buscando una salida producen verdaderos embotellamientos de ideas e imágenes en nuestras cabezas. Los sucesos de nuestra niñez se mezclan con los de la edad adulta y traen consigo aquellos pensamientos que nos parecían tan difíciles de aceptar en la adolescencia, o en los primeros años de nuestra vida independiente, acerca de que llegaría el día en el que esos personajes inolvidables habrían de dejarnos solos. El concierto y el cuento terminarían y ellos se irían.

Cuando años atrás debí enfrentarme a la posibilidad física de no poder tener hijos, pensé en que quizá la adopción de un niño sería el camino a seguir. Sin embargo rechacé la idea, creía que no se podría llegar al mismo nivel de cariño por un hijo adoptivo como el que se tiene por un hijo propio. Estaba muy equivocado. La mejor prueba de mi error la vivimos ahora con una pequeña chinita a la que mi esposa da lecciones de su idioma de origen. La pequeña María (tiene un nombre español además de su nombre chino) es hija adoptiva de un generoso matrimonio español que tuvo la voluntad y la paciencia necesarias para llevar a cabo todos los largos y tediosísimos trámites de adopción, tanto en España como en China. Su generosidad tuvo su recompensa, María tiene una gracia y una simpatía que conquistarían hasta las mismas piedras y se ha convertido en la alegría de su casa y de toda la familia, incluyendo a las tías y al abuelo.

Y también se ha convertido en la alegría de nuestra casa. No tengo la menor duda que a la pequeña la quieren en su familia adoptiva tanto como se querría a los propios hijos.

No es necesario llevar la misma sangre para que se pueda desarrollar el amor y el cariño.

Qué lástima que hayamos requerido de tanto tiempo para poder cerrar el círculo y comprender todo esto.


Y más pena siento ahora de que nuestros padres ya no estén aquí para que podamos decirles una y mil veces cuánto los queremos, decirles que sentimos una admiración por ellos similar a la que teníamos cuando todavía éramos unos niños y decirles también cuánto tenemos que agradecerles tantos y tan maravillosos legados que recibimos de ellos

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