SEGREGADO
“Con un ojo en cada sien, como los centauros, se encaramó a la roca para
dejarse caer hacia el acantilado y terminar su inútil vida. Fin”.
Levanté la mirada
y vi que Juani ya se había dormido. No sé cómo, pero se había dormido.
Me dije: esta es la historia más terrible que he leído en mi vida. De verdad. Y
eso que llevo décadas leyendo. No podía concebir que mi hijo me pidiera que le
contara este cuento para dormir. Un penoso relato de un animal deforme,
segregado por la manada al punto de suicidarse. Dejé la habitación en puntas de
pie y, todavía estremecido, me senté en el sillón del living. Algo tenía que
hacer y no sabía qué. Él se había adentrado en el sueño con facilidad y yo, un
adulto, no podía sacarme de la cabeza la escena final: ese hartazgo irreparable
del que es diferente. Me propuse reescribir el cuento. Un padre no podía
permitir que un niño de cuatro años disfrutara de aquello. Necesitaba darle un
clima de aceptación, un mensaje de esperanza y caridad.
Pasé toda la noche en la computadora. Al fin, la historia modificada me agradó: una
versión del Patito Feo; pero era lo que yo deseaba contarle a Juani. Busqué
papel canson y crayones y dibujé un centauro alado. Un animal que cambia la
propia muerte por el vuelo, ése al que su manada admira mientras surca los
aires. Pensé: Juani, será tuyo cuando despiertes.
Pero no se lo di a la mañana. Decidí que al
acostarse, cuando me pidiera que leyera el cuento nuevamente le entregaría el
dibujo y el nuevo relato. Más tranquilo, me fui a la oficina. Mi mujer todavía
dormía. Juani se iría al jardín y ella a su trabajo.
No fue un buen día. Mis compañeros, esos que me
dirigen la palabra solamente para saturarme de trabajo, esos que nunca se
acuerdan de mi nombre, esos que se burlan de mis orejas grandes, mi calvicie
prematura, mis anteojos de miope, mi tartamudeo, mi gordura; esos, no me dieron
paz durante nueve horas. Encima, dos horas antes de retirarme, el jefe de
sección me llamó a su despacho, dijo que ya no necesitaban más de mis servicios
y que en quince días debía desalojar mi escritorio. Pasé mucho tiempo en el
baño vomitando, aturdido, lleno de miedo y también de odio hacia mí mismo, por
ser así, por no tener amigos, ni vida social. ¿Qué iba a hacer yo de aquí en
más? ¿Cómo mantendría a mi familia? Sabía que Estela me quería, pero no me
amaba. Yo no era la persona de la que se había enamorado.
Salí nauseoso de la oficina y mientras caminaba
cargado de culpa y cobardía recordé que una vez, al entrar a casa, le escuché
decir a mi hijo: “ahí viene Dumbo, mamá”.
“¡Shhhhhhh!” Yo era su vergüenza: no podía soportarlo.
El cuento, el original, se me hizo presente y
comprendí qué le había pasado a aquel animal.
No podía transformarme en un padre aceptable. Ni tampoco en un buen
proveedor para mi mujer. También me sentí un inútil.
En el andén del subterráneo no dudé ni un instante:
volé, centauro con alas.
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ResponderEliminarMe impactó querida amiga. Invita a reflexionar. Te felicito. Me hizo recordar una recomendación de Belisario Domínguez, héroe mexicano. VATE las iniciales de las palabras: Valor, Alegría, Trabajo y Estoicismo. Específicamente por Estoicismo.
ResponderEliminarMe conmovió. Una vez más, tu historia me atrapó y me obligó a pensar en "el hartazgo irreparable del que es diferente". Un abrazo, amiga.
ResponderEliminarMe conmovió. Una vez más, tu historia me atrapó y me obligó a pensar en "el hartazgo irreparable del que es diferente". Un abrazo, amiga.
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