EL GUARDIÁN
La veo entrar, cansada, después del trabajo en su bufete de abogada de
la 5º Avenida. Aunque estoy acurrucado bajo el sillón del hall, veo que su
maquillaje ya no puede ocultar las ojeras de un día complejo. Mariana va a la
cocina, se sirve un jugo y galletitas y luego prepara su acostumbrado café
negro. Lynn suele venir minutos más tarde: el tiempo suficiente para que ella
descongele alguna comida al terminar el café. Abre la botella de Chablis y la
lleva al living; pone música.
Apaga el celular y lo abandona sobre el audio; tras el ventanal el puente
de Brooklyn que la separa de Manhattan, le asegura unas horas de descanso y
tranquilidad.
Mira el reloj y pone sin apuro la mesa para dos. Me llama. No me muevo.
Tengo miedo. Empieza a buscarme, extrañada. Se encoge de hombros. Sabe que
nunca me escapo.
Vuelve a la cocina y yo me escondo más, estrechándome todo lo que puedo,
que no es mucho. Sigue llamándome. Mudo.
El saco de Lynn colgado en el perchero de la entrada la sorprende. Es
curiosa. Revisa los bolsillos y descubre el celular. No puede evitarlo. Recorre
los últimos mensajes de voz y escucha: “Susan… hoy se lo digo… se terminó, ¡te
lo juro! tengo los pasajes… ¡Te amo!”
Mariana tira el celular y sube las escaleras. Supone que él estará recogiendo sus cosas. En el rellano
patea un bolso.
Salgo de mi escondite. La sigo. Él yace destrozado sobre la cama.
Soy un rottweiler. No permito que a mi dueña la abandonen.
Una historia con final impactante.Me gustó, como todo lo tuyo. Un abrazo grande.
ResponderEliminarEs el primer relato que te leo, Lidia, y me ha parecido una historia con final impactante. Queda claro que el perro es el mejor amo del hombre, en este caso, de la mujer.
ResponderEliminarTefelicito