miércoles, 19 de noviembre de 2014

ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR

adelanto el PRÓLOGO que por rarezas que hago va en la contratapa:

Nadie muere de muerte natural. Se muere de soledad, traición, sufrimiento físico, cansancio, vejez, crimen, suicidio, eutanasia, hasta por silla eléctrica.
Parece algo remoto, pero se va acelerando con sigilo hacia la quietud, el silencio, el tiempo suspendido: hasta terminar desnudos como al nacer.
No conozco demasiadas cosas que ofrezcan una seguridad absoluta; salvo la muerte.
Al final todos somos víctimas: de nosotros mismos, de un asesino, de una enfermedad, de un accidente. Pero nada en la vida nos prepara para ese instante.
Sea como sea, tenga quien tenga el control, no hay por el momento más salida ni escapatoria.
Este conjunto de relatos no pretende ser un catálogo de las maneras en que las personas mueren. Tal cosa sería inalcanzable ya que cada uno termina a su modo, solitario e irrepetible. Son sólo algunas formas de convertirse en víctima.
Soy una escritora cínica, escéptica e irónica para la cual la muerte es la única certeza. No me acostumbro aunque sé que es fatal y necesaria. La gente debe morir. Pero los seres humanos siempre se las ingenian para ponerle algún significado a este absurdo que es la vida.
Al morir, dejamos gran cantidad de sobrevivientes que tras el llanto, esconden una sensación de alivio que es egoístamente humana e inevitable. Devienen  la resignación, el recuerdo y por fin el olvido.
Somos hijos de una interminable lista de muertos. Y por más que queramos con nuestra memoria arañar algo de esa infinitud tan deseada, al fin todo termina, todos terminamos.

Vivos o muertos somos menos que una mota de polvo, que una chispa de fuego en el universo.

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“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…”
Jorge Luis Borges



Escritura

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