SALDANDO CUENTAS
Al pasar, vi que ponías el agua sobre la hornalla prendida
al máximo. Parada al lado de la cocina, en camisón, seguro que la mente se te
disparó en recuerdos muy usados. No hubiera sido tu deseo, lo sé. Escuchaste la
revolución de burbujas y, todavía allá por los treinta y pico, tus dedos
encerraron con descuido las manijas ardientes; el dolor mandó al instinto y
abriste las manos con la olla de fideos ya en el aire; todo se desplomó
humeante sobre tu casi desnudez, mientras el recipiente rodaba por la cocina
anunciando un infierno.
No escuché ni un grito. Un estupor indiscutible debe
haberte paralizado. ¿Cómo era eso de que cuando uno cocina sólo debe cocinar, y
cuando recuerda sólo debe recordar? Un segundo de ausencia. Los que no te conocen,
con simpleza, habrían dicho que fue una distracción. Yo sé que no.
Te encontré tirada en el piso, temblando; cubrí con una
manta tu cuerpo que ya escupía hilos de sangre, y llamé a emergencias. Mientras
tanto, como pude, reconstruí mentalmente lo que había pasado. La ambulancia
llegó -milagro- de inmediato.
Ahora en el hospital, vendada como una momia, repleta de
morfina hasta la inconsciencia y con un futuro improbable, percibo el movimiento
de tus ojos bajo los párpados. Y sé que imaginás que al fin pagaste por haberte
defendido. Tenías miedo, y un revólver, y yo me quedé sin padre, todo en un
momento. Nunca te mostraste arrepentida. Me decías, eso sí, que mejor habría
sido escapar.
Pero no había vuelta atrás.
Ahora ni el pasado ni el presente existen. A fuerza de compasión y de horas, mi resentimiento
por lo hecho y por lo no hecho se diluye. Cada respiración me asegura que estoy
viva. Por vos. La culpa prescribió con llagas. Te
simulo al oído: “Elvira…soy Néstor…te
perdono”.
¿Me habrás escuchado?
Me acerco otra vez: “Mamá…soy
Ana…te perdono y…gracias”.
Sigo al lado de la cama, en esta habitación inútilmente aséptica,
y por toda señal, percibo un lento suspiro de alivio que te lleva de viaje para
siempre.
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Gracias por tu comentario. Lidia