Agujeros
El cenicero rebalsa de puchos anónimos. Falta media hora para que lo atienda el doctor y el vicio descontrolado marca el tamaño de su nerviosismo. Repentinamente se acuerda de Cintia, hace veintipico de años que dejaron de verse. Justo en este momento el doctor lo llama, se levanta y deja la revista sobre la mesa. Descubre que desea escapar del consultorio y tocar el timbre de esa casa, a sólo dos cuadras, que había visitado día tras día para conversar, escuchar discos en el Winco, tomar mate, hasta conseguir que fuera su novia.
Mientras huele el hueso de su diente tratado por el torno se pregunta por qué algunas cosas pasan tan pronto, mira las pupilas del doctor y conjetura sobre cómo seguirá la vida al terminar su día de dentista. Como si nada, después de hacer un buche y con los labios aún dormidos por la anestesia lanza un: “¿qué hace doc cuando sale de acá?” Un misil corazón a corazón. Tocado y hundido cae en su propia duda; todo lo que tiene como certeza es ese día hasta las 19 horas, con el último paciente. Su primer impulso es hacer caso omiso a la pregunta, pedirle que abra más la boca y trate de no hablar para no entorpecer el trabajo. Pero después boceta un “no sé, veré qué me voy a hacer de cenar, usted sabe que todo no se puede prever”.
Se enjuaga de nuevo y le vuelve Cintia, los compañeros y el exilio. Después de lo que parecieron siglos regresó invadido de canas y remordimientos. ¿Estará todavía en la misma casa? El pensamiento se escapa en palabras, le pregunta a ese hombre de chaqueta blanca y éste, aún con el torno en la mano, confundido y extrañado, le devuelve una frase con signo de interrogación: “¿Cintia Arévalo, de este barrio?” El torno le parece de pronto una ametralladora. Fija la vista en la lámpara y el tiempo parece detenérsele. Hace un ruido intentando contestarle –sí- y se le llenan los ojos de lágrimas. (Ahora viene la amalgama). Mientras la prepara y forma el color exacto como buen profesional que es, el dentista ve de reojo la mirada vidriosa de un hombre: comprende el dolor de la soledad y el recuerdo. Mide su propia congoja y, alargando como chicle su compasión, larga un lento --“Nos separamos hace dos meses, no hay hijos. Por si le interesa, tiene el camino libre, mantenga la boca apretada para sacar la huella, que pronto terminamos”. Estas palabras salen entrecortadas de la garganta de ese hombre, pero no derrama penas.
Pasaron cuarenta minutos. El trabajo, concluido. Un apretón de manos sella la despedida y, antes de cerrar la puerta del consultorio repite al dentista: “Es cierto, todo no se puede prever”.
Lidia B. Castro Hernando y gustavo ortiz
Es el destino...puedes dar vueltas...seguir otro camino y pasaran los años y lo que es para ti ha de regresar...quizás no para terminar unidos pero si para cerrar un ciclo..un circulo..o como pones de titulo..tapar algun agujero abierto..
ResponderEliminarMe encantó tu post...saludos