miércoles, 21 de julio de 2010

PERROS CALLEJEROS

Perros callejeros




Escondida atrás de un árbol de la Plaza Rocha, de cada plaza que él elige una semana, otra, y otra, para tocar ese violín desafinado y atado con alambre, lo espiás. Te costó encontrarlo después de que se rajó de Buenos Aires. Pero el odio siguió. Y cómo. Lo buscaste en Rosario, en Neuquén, en Mendoza, en La Plata. Vos sabías que era puntero, pero la cana no había hecho nada. Era tu hombre y murió por el pico de una botella que este otario le clavó en el cuello, y vos no perdonás. Veintiún años penando, te mantuvieron. Te ves vieja con tus sesenta arrugados, tu pelo lavandina, flaca, fané y descangayada a fuerza de comer salteado, trabajando en la cama cuando algún chabón busca calor, sin que le importe tu edad. Nunca tuviste más familia que aquél, “el Pibe”, y te lo quitaron.

Cuando alguien en la plaza Mitre lo llamó “Guito”, pensaste por fin. Ahora estabas segura. Tenías que arrimarte más, lo sabías. No podías perderlo.

Sabés que tus ojos grises y tu voz son los mismos de aquel entonces y seguís siendo “la Susy”. Querés que te vea, te reconozca y tiemble. Más que nunca.

Estás tan cerca de ese tipo con su traje a rayitas, el pañuelo sucio, los zapatos rotos y el mismo sombrero ridículo. Pero el tiempo pasó. Por más que se tape las canas con cera de zapatos, que no se afeite, por más que lo veas sombrío y enfermizo, están los mismos ojos negros, los mismos rasgos duros, la nariz puntiaguda, inconfundible. Te animás y le pedís una milonga. La toca como si nada. ¿Es o se hace? Ni una señal que te diga que se dio cuenta de quién sos.

En la semana te hacés ver cada vez más. La ansiedad te está matando. Una mañana te aguantás dos horas sentada al lado del perro que lo acompaña, escuchando esos tangos que reavivan tu amargura. Le preguntás cómo se llama. No te contesta. ¿Los años también lo habrán dejado sordo? Eso explicaría tanto desafine.

Te le plantás y le decís que sos Susana. Qué raro: usaste un nombre viejo. Así no vas a ningún lado; cualquiera puede llamarse Susana, hasta una perdida como vos. Cortás el sánguche de mortadela, le das un pedazo y le pasás un mate. Le tiembla la mano. ¿Será que te reconoció? Querés que te vea los ojos. Mira nada más que el piso, y chupa con su boca desdentada. Te vas decepcionada de él y de vos.

Desaparecés unos días. No sabés qué te pasa. Eso es mentira; sí, sabés: el calvario está por terminar y todo final es triste.

Una noche lo ves sentado abajo de un árbol, tomando vino con otros perros callejeros. Te vas acercando de a poco. Es la primera vez que lo ves hablando. Está contando algo sobre una mina como vos, un pibe, una vida de mierda. Todos se pasan la cajita y escuchan. Te hace una seña para que te juntes. Te tirás en el pasto y te ponés a llorar. Por tu infancia, porque te das cuenta de que habla de él, porque te da bronca que tenga una historia como la tuya.

Ya no sabés cómo salirte. Estás perdiendo eso que te hizo seguir viva: que se vuelva loco o se mate. Te sentís menos, ahora que él te siente más. Varias tardes lo seguís de lejos, como al principio, pero ahora ves que recorre el lugar con los ojos entrecerrados, como buscándote. Te cuesta admitirlo. A veces, pasás con tus vestidos viejos, deslucidos y fuera de moda, intentando mostrar desprecio o al menos indiferencia. Y toca “Madreselvas” o “Pequeña”.

Estás confundida. No aportás durante días, y te la pasás en la pensión tomando whisky berreta y haciendo fuerza para acordarte del motivo de tu repudio. Pero después de tantos años de vivir acompañada por una sombra, ahora te sentís vacía de odio. Y no te gusta.

Volvés a la Mitre. No está. Lo buscás en las otras. Tampoco está. Preguntás, y te baten que lo llevaron al hospital por el cuore.

No. No querías que terminara así, enfermo. Lo querías muerto de miedo, no de dolor. Vas al Interzonal.

—Guito, soy la Susy.

—¿Susy?... ¿la Susy?

—Sí, soy yo.

Suspira aliviado. Estira el brazo lleno de cables. No querés tocarlo, pero igual le guardás la mano entre las tuyas. La masajeás.

—Susy…hacé lo que tengas que hacer.

No decís nada. Te sentás en una silla en ese cuarto frío, y volvés a llorar. No querés que tu hombre se te muera otra vez.

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