MEJOR NO HABLAR
Las investigaciones fueron llevadas a cabo directamente
por Scotland Yard con ayuda de especialistas franceses y norteamericanos. Nadie
pudo dar una explicación convincente y verosímil de lo ocurrido. La Casa Taylor fue cerrada
por unos parientes lejanos hasta acordar cómo dividirían los bienes.
Lo cierto es que antes de la reunión, Kevin Taylor[1],
biólogo marino excéntrico y alejado hacía años de las aulas de Oxford, había
enviado a sus principales colegas extranjeros -yo entre ellos- informes
detallados de lo que él consideraba un hallazgo, una mutación extraña y enorme de
la especie Pagurus Bernhardus[2]
El 23 de setiembre del año 2003 nos citó en su castillo
de la campiña inglesa, acompañando a la invitación los pasajes aéreos y el
correspondiente recibo de alquiler de dos automóviles para nuestro traslado
desde Londres hacia las afueras de Windsor, donde vivía.
Acudimos siete de los ocho científicos invitados; sin
falsa modestia, todos de renombre internacional. Dejamos constancia de lo que
se habló y se hizo en un Libro de Actas. Scotland Yard consignó que las
fotografías que saqué en el momento con mi cámara polaroid, faltaban. Los
espacios vacíos en el libro daban cuenta, dijeron, de que alguien o “algo” las
había robado. Otro interrogante más sin respuesta.
A la prensa le informaron lo que constaba en las actas:
el Dr. Taylor mostró el espécimen, relatando dónde, cómo y cuándo lo había
descubierto en el Mar del Norte. Discutimos su verdadera procedencia, la forma
de mutación, propiedades y prospectivas de evolución. El acta terminaba con una
frase: “Madison y Lessoine sacan el
ejemplar del recipiente de vidrio
sellado y lo colocan sobre la mesa de disección. No se observa movimiento
alguno aunque pueden percibirse colores cambiantes bajo la epidermis…”. Nada más.
Los inspectores
a quienes recurrió cada familia luego de cuatro días de no tener noticias
nuestras, hallaron lo que habían sido miembros y órganos humanos diseminados
por el piso, pegados a las paredes, colgados del techo de la sala principal. El
resto de las cosas: maletines, vasos de whisky servidos, pipas, anotadores,
lapiceras, abrigos e instrumentos quirúrgicos estaban, al parecer, tal y como
los habíamos dejado en ese momento. Del animal no había rastro alguno. Pero comentaron:
“se sentía en el aire un olor ácido que nos provocó vómitos compulsivos, ardor
en los ojos y mareos persistentes junto con una variación constante de colores
en las pupilas que nos obstruyó la visión durante semanas”
A mí me encontraron oculto en la bodega del castillo,
dentro de un tonel, paralizado y sin habla. Me internaron como catatónico
post-traumático, amnésico y al parecer irrecuperable. Mi esposa, siempre
esperanzada de que volviera a la realidad, me mantuvo al tanto de las
investigaciones y los artículos periodísticos aún sin obtener ninguna reacción
de mi parte. Me contó que los restos fueron llevados a Londres y están en
cincuenta y seis cubetas cerradas en el laboratorio principal de la Universidad.
Nunca se comprobó nada de lo que dejamos asentado en el
acta de esa fecha; ni tampoco fue posible llevar a cabo ninguno de los siete
sepelios. Hasta el momento lo consideran caso no resuelto.[3]
Yo prefiero no hablar. Aunque decidí no abrir los ojos, sé
que el Pagurus Bernhardus me observa.
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Gracias por tu comentario. Lidia