Para todos, otro cuento de mi último libro "ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR"
AL FIN Y AL CABO, SOLAMENTE UN HOMBRE
Ella
desliza con facilidad el anillo con la piedra negra que su padre llevó durante
sesenta años. La alianza de oro hacía tiempo había sido desechada.
Lleva
horas observándolo. Fijamente, hipnotizada. Intenta descubrir un leve
movimiento facial, quizás una ceja que se levanta o ese ir y venir lateral de
los ojos bajo los párpados cerrados: algo que pueda revelar un sueño. Pero
nada. Los brazos de ese hombre descansan extendidos sobre la manta a los
costados de un cuerpo oculto que ella imagina bien.
Su
quietud le resulta exasperante.
En
las tres semanas que pasó en la clínica geriátrica, sentada incómoda en una
silla dura, él ha perdido mucho peso, sus huesos tienen mayor volumen bajo esa
piel marmórea, traslúcida y floja.
Las
horas pasan lentas y lánguidas.
Ese
ser no parece el que le diera la vida y al que conoció durante cuarenta años:
enérgico, agudo, austero, sofista obsesivo, violento. Permanece en coma
profundo desde que lo trajo del hospital, y le resulta un extraño.
La
enfermedad, simplemente ocurrió.
Ella
trata de recordarlo vivo, aunque aún no ha muerto. Pero le es difícil: un
cuerpo amortajado por la ropa de cama, dos brazos inmóviles, una cabeza conectada
a un respirador artificial que retrasa su muerte con un gemido neumático; el
aparato de líneas en movimiento, con ondas y picos débiles, marca el lento
ritmo del corazón con un pip acompasado
de fondo; el parante de hierro sostiene las vías de hidratación y morfina con
su goteo interminable, y una bolsa que recoge las deyecciones, sobresale al
otro costado.
Este
ser humano casi artificial no es su padre.
El
hombre que fue, ahora descarnado e inerme, le había hecho prometer que antes de
que le tuviesen que cambiar pañales, por
favor, lo matara como sea. La hija
mira en el balconcito de la habitación, tras la ventana, el rosal que trajo de
la casa y que resiste las primeras heladas.
Una
historia se va diluyendo.
Él
padre había sido su ídolo y su peor pesadilla. Le enseñó todo: lo bueno y lo
malo. Y la formó rebelde, ambivalente, partida entre dos mundos –el de la madre
y el del padre- que sólo se unían para chocar. Recordó también alguna que otra
demostración de orgullo sin importancia frente a las tantas humillaciones
cotidianas.
Lleva
tres meses de un cáncer agudo y terminal de huesos. Típico de alcohólicos, dijo la oncóloga. Y eso le produjo alivio: ella no es la culpable a pesar de
todo el rencor acumulado. “Maltrató tanto a mi madre que ella también enfermó
de cáncer por no haber encontrado otra salida; cincuenta y tres años: tan joven
para morir”, piensa.
Mientras,
comienza a llover. Y llueve como si fuese un día cualquiera. “La naturaleza no
entiende de emociones”.
Se
debate entre desconectar el respirador o aumentar el suministro de morfina. Él
se lo había pedido, sí. Pero también se lo merece: marcó su vida para siempre
aquella noche, cuando a los trece años, ese cuerpo ya indefenso, se tiró sobre
ella y le silenció la boca rompiendo su inocencia.
Un
trueno la trae del pasado.
Lo
había odiado y lo había amado intensamente. Ahora es una cáscara a merced de médicos,
enfermeras, mucamas. Y a merced de ella.
Se
asoma al pasillo y ve que el box de enfermería está desierto. Regresa junto a
la cama. ¡Te quiero, papá! y, decidida,
su mano trémula desconecta el respirador tan solo un instante, el suficiente
como para registrar que el soplo de los pulmones, casi imperceptible, desaparece.
Le besa la frente y murmura: Te perdono y
adiós.
Ya
no hay latidos en su cuello. Vuelve a conectar el respirador y se sienta a
llorar. Minutos después, pulsa el timbre de enfermería.
Una
biografía ha terminado. Cubrirán el rostro y una tarjeta con su nombre colgará
de un dedo del pie. Después la morgue y lo antes posible, cenizas.
Me conmovió. Muy bien contado, sin estridencias. Un cariño.
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ResponderEliminarUn abrazo niña de dulce sonrisa