COFRADÍA
— Le digo que se podía haber salvado. ¡No es justo! De no
creer…Dios me perdone, pero es culpa de los médicos que se haya muerto. Y no me
pregunte por qué, pero yo sabía que iba a pasar esto… un presentimiento ¿vio?
— Por favor, Rosalía, cuénteme despacio, tranquila, así
yo puedo tomar nota.
—
Bueno, señor…
—
Villar.
— ¿Me va a sacar fotos? No quiero aparecer… porque van
echarme del hospital. Bastantes problemas tuve ya. Que la gente se entere de lo
que pasó, eso sí. Los médicos no quisieron hablar pero yo no puedo callarme…
Acá el padre Ángel no me va a dejar mentir. Ahora me siento. Primero voy a
hacerles un café.
El periodista de
Teleinvestigación, sentado en un sillón, en la casa de la enfermera Rosalía,
observa y anota mientras ella está en la cocina: ambiente de clase media baja, un jarrón con flores de plástico, un
crucifijo de madera en la pared, fotos familiares, un gato negro en el sofá. El
cura ya estaba cuando él llegó. Hasta ahora no han cruzado palabra.
— ¿Sabe? Rosalía es muy devota y absolutamente sincera.
Lo que le cuente es lo que vio, se lo aseguro.
Villar asiente.
La mujer entra
con una bandeja y sirve café para los tres. Cada uno agrega azúcar en silencio,
pensativos.
— Bueno, vamos desde el principio y despacio… necesito
apuntar todo con el mayor detalle. Usted sabe que el Canal es serio y no puedo
comprometerlo con errores o inexactitudes.
Rosalía comienza
a contar entonces su versión de lo sucedido.
— Este hombre, Páez, llegó al hospital el 1° de febrero,
pero del año pasado, el 2006, en la ambulancia que pidieron los vecinos de
Villa Argentina; se desplomó en la vereda mientras caminaba. Trataron de
reanimarlo y nada. Pensaron que era el corazón y llamaron enseguida al
Hospital. ¿Voy bien o muy rápido?
Villar asiente.
— En la guardia le hicieron RCP y recién a los diez
minutos se estabilizó. Pero seguía inconsciente. Entonces lo subieron a Terapia.
La policía, mientras, trataba de localizar a algún pariente. Resulta que no
había hecho el cambio de domicilio, y en el del documento no sabían nada. Se
había mudado hacía años. Yo me hice cargo porque esa tarde estaba de guardia.
Los médicos indicaron las pruebas de rutina…ya sabe, sangre, orina,
temperatura, electrocardio, electroencéfalo, presión arterial… lo de siempre,
¿vio? Tómese el café, señor…
—
Villar
—
Era un hombre de unos cincuenta y pico, pero muy bien llevados…
calvo; cuando lo desvestí, me di cuenta de que la ropa era muy buena, estaba
limpio y afeitado; el corazón latía normalmente, la presión 130-80. Lo único,
me llamó la atención que estaba muy, muy flaco. Cuando llegaron los resultados
del laboratorio… todo normal. Nada indicaba enfermedad. Pero no volvía en sí. Y
pasaban las horas… y no había caso. Entre nosotros, me hizo acordar mucho a mi
papá que tiene más o menos la misma edad y vive solo, allá en el norte. Quería
ayudarlo. Lo veía tan desamparado al pobrecito…
— Vaya más despacio, Rosalía por favor. Estoy acostumbrado a usar
grabador y esta mañana se me trabó. A
mano no hago tan rápido.
— Bueno… le contaba que la policía no podía saber adónde
vivía Páez. ¿Ve por qué es importante registrar los cambios? Después pasan
estas cosas. Cuando salga por televisión acuérdese de recomendarles a todos que
tengan los domicilios actualizados. Bueno, al final, tres días después, no sé
si por la cuenta del gas o de la luz, descubrieron que era de ahí no más, de Villa
Argerich. No tenía familia, pobre santo. ¿Quiere otro café, padre?
—
No, hija. Gracias.
—
¿Y usted Villar?
Villar asiente.
Rosalía le sirve.
Mientras tanto, él la observa: mujer en
los treinta, delgada, ágil, alta, de cabello castaño cobrizo con rodete,
jogging gris, zapatillas náuticas, manos bien arregladas, poco maquillaje; bonita
pero no llamativa; voz suave, acento del norte.
—
Siga, por favor.
— La cuestión es que este hombre no recobró nunca el
conocimiento. Se lo consideró en coma
profundo a los dos días, y estuvo así durante veinte. No había diagnóstico.
Nadie entendía lo que le pasaba. Me ocupé mucho de él: lo transfundía, controlaba
el goteo, le hacía masajes, lo cambiaba a cada rato de posición, lo lavaba, le
pasaba cremas, lo mantenía afeitado; no dejaba que las mucamas hicieran todo
eso. La verdad, creía que en algún momento iba a reaccionar. Y yo iba a estar
ahí. No sé, algo en él me… ¿cómo le puedo decir? me mantenía como atada, pero
bien. Espere que tomo agua, porque cada vez que me acuerdo me viene una
angustia...
Rosalía se levanta y va la cocina. Regresa bebiendo, y
secándose alguna lágrima con el pañuelo. Se compone.
— En fin. Hasta ahí como cualquier otro caso. Ahora viene
lo fantástico. Anote bien, Villar. Mire que usted es el único que lo va a
contar…
Villar asiente.
— Fue el 20 de
febrero, me acuerdo muy bien. Llegué y preparé todo para higienizarlo. Cuando
abro la sábana, me llaman la atención un montón de manchas oscuras en el pecho.
Traté de limpiarlas con agua y jabón, pero nada. Al contrario, se volvían más
nítidas. Ahí me di cuenta de que no eran manchas. Le explico. ¿Me da un papel y
un lápiz así le muestro?
Villar saca una
hoja de su anotador y un lápiz mecánico.
— Páez era muy
blanco y lampiño. Era así…un rectángulo grande como si fuera una página de
diario, que abarcaba desde las clavículas hasta el ombligo. Así, ¿ve? Y ahí
adentro, en letras de imprenta estaba escrito… Señores médicos: descubrí la
enfermedad que aqueja a este paciente en el año 2037. Se trata de… y figuraba
un nombre, rarísimo… después se lo doy. El tratamiento es el siguiente… y detalla
qué hacer. Al final decía: consigno esto en los registros transtemporales del
universo. Y el nombre. Yo alcancé a tomar nota de todo, aunque estaba muy
nerviosa. Primero pensé que de tanto no dormir me había vuelto loca, pero no.
No.
—
¿Tiene ese papel, Rosalía? Es increíble… ¿Me da otro café?
— Sí, déjeme que termine de contarle lo que pasó y se lo
traigo. Le hice una copia para usted. ¿Vio que la cosa es de otro mundo?
Villar asiente.
— Padre, yo sé que esto no figura en la Biblia, pero la
Iglesia debe tener una explicación para esto. ¿Qué puede aportarme?
—
No hijo, en las escrituras no hay nada así. Pero Dios tiene
infinitas
formas de comunicarse. Hay
que mantenerse en la fe.
Rosalía vuelve
con el café.
— Bueno, déjenme que sigo. Lo tapé para que no se
enfriara, y me fui a buscar al médico. Como era muy temprano, vino el de
guardia. Montalbán, así se llama, no podía creer lo que veía. Después le doy
los nombres de todos los que intervinieron. Me acusó, pero me defendí. ¿Cómo que
lo había escrito yo? Además, me decía qué es esta locura de los registros
atemporales del universo. Le dije que no había leído bien…decía
transtemporales. Es un detalle, me dijo, y que me dejara de pavadas, este
hombre está en coma, no puede decirnos nada y menos escribir. Perdóneme doctor,
ahí me puse firme. Usted no entendió nada: no lo escribió él. Es un mensaje de
alguien que sabe cómo curarlo. Imposible, dijo, esto es imposible. Veremos qué
dice el médico de cabecera; no lo limpie. Aunque quisiera no puedo, le dije, ya
intenté.
Villar bebe su café; la mano le tiembla, derrama gotas sobre
la taza y su pantalón. Se le mancha el anotador. Rosalía se levanta y lo limpia
con servilletas de papel.
— A la mañana lo examinó el Dr. Navarro; él tampoco
conocía la enfermedad y estaban desconcertados. Entonces empezaron a llamar a
especialistas de la capital, genetistas, ¡yo qué sé cuántos vinieron! No, miento…como
yo veía que la cosa se iba alargando y tenía ese miedo de que Páez se muriera
sin que lo ayudaran, me ocupé muy bien de anotar los nombres de todos. Pasaron
dieciocho. Sí, mucho revuelo, pero a ninguno se le ocurrió seguir el
tratamiento escrito en la piel. Claro, los científicos…cómo iban a hacer algo
que les indicaba quién sabe quién. A los seis días se murió. Tal como yo
presentía.
—
¿Y que hicieron?
--Lo llevaron a Patología y quedó en pedacitos, ya sabe.
Se confabularon para no decir nada, hasta encontrarle una explicación,
científica digo. La cofradía cerró filas por cualquier acusación. Código de
silencio, le dicen. Mire, la única verdad es que pudieron haberlo salvado, y al
pobre lo dejaron morir. Quiero que se sepa.
Villar asiente.
— Acá está el papel donde copié todo. Éste no se lo doy,
discúlpeme. Le doy una fotocopia. Prométame que van a hacer algo. Prométame.
¡Ah! me olvidaba; saqué una polaroid. Haga una copia color en la librería de
acá en la esquina y devuélvamela, Villar.
En el Canal, los ejecutivos discutieron sobre la
conveniencia o no de poner al aire la nota. Las consecuencias podían ser
desastrosas para los médicos, en el peor de los casos, y en el mejor, lo
considerarían un caso de superstición contado por una loca, seguramente enamorada
de su paciente. No iban a arriesgarse. Además, la Iglesia se les vendría
encima. La nota de Villar fue archivada. Sólo la prensa amarilla dio a conocer
meses después, el caso. Los titulares decían:
“JULIO PÁEZ SÍMBOLO DE LA LUCHA POR LA VIDA Y PRUEBA DE LA EXISTENCIA
DEL MÁS ALLA”. “Médicos asesinos”.
La foto recorrió el mundo.
Excelente relato. La narración, el desarrollo, la verosimilitud de los diálogos. Un relato Fantástico en todos los sentidos, Lidy. Un abrazo
ResponderEliminarSi este es el preludio de los que viene después va a ser interesante leerlos. ¡Pobrico al final RIP! Está muy bien, me agustado mucho. Un saludín, cris
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