viernes, 7 de diciembre de 2012

LOS UNOS Y LOS OTROS


LOS UNOS Y LOS OTROS

No siempre, pero a veces amanecen a mi lado. Con la persiana baja, el dormitorio a oscuras, mis piernas mareadas entre las sábanas y frazadas, mi cabeza aparecida no sé cómo a los pies de la cama, siento una punzada en el omóplato. Me asusto. Estoy fumando demasiado. Hoy dejo. Y en cámara lenta voy estirándome. Soy un oso que sale de invernar. Cómo me duele. Voy a tener que ir al médico.

Amo la oscuridad. Mi casa siempre en penumbras, cueva protectora, donde no llegan las malas influencias ni los trabajos secretos ni las creencias ajenas. Me incorporo y ciega, busco con los pies las chinelas, oigo el salto de mi gata que se prepara a seguirme como todos los días al baño. Mientras me lavo la cara y me cepillo los dientes, juega con la cadenita que cuelga del bidet. Salgo y camino hasta la cocina, busco a tientas los fósforos y prendo la hornalla. La primera luz. Los ojos perezosos se me abren como ante el fogonazo de un arma. Me encandila y los vuelvo a cerrar. Lleno la pava y preparo la taza, las tostadas que saco de la lata y apoyo en el plato, siempre esperándolas en el mismo lugar de la mesada, saco el queso blanco y la leche de la heladera, un cuchillo para untar, la cucharita con la que sirvo el café instantáneo. Todo está siempre en su lugar para mis manos antenas.

No quiero ver la luz. La luz me molesta, me lastima, me ciega; siempre, en casa, en la calle, de día, de noche. Después del desayuno, voy al living y ya no hay caso; a pesar de las cortinas bajas, las pupilas ven párpados grises con pintitas amarillas y rojas. No tengo más remedio que despertarme bien. Y sin embargo, todavía no los abro. No quiero.

Voy al dormitorio a arreglar la cama y ahí, tanteando, los encuentro filosos, impecables, en el lugar donde media hora antes dormía mi espalda. Acostumbrándome sin querer a la luz del día subo la persiana al tiempo que, como en un rito doloroso de iniciación, voy abriendo los párpados. Alta en el cielo. Ahora sé que el dolor eran ellos, los malditos anteojos que quedaron nadando entre las sábanas cuando me dormí.

Son impredecibles, parecen animados por un afán demoníaco por esconderse haciéndome la vida insoportable. Nunca están donde los dejé. Se escapan, me burlan, me hostigan. Les grito, los insulto y maldigo la hora en que los adopté hace cincuenta y dos años. Y no son ellos, los de ver televisión a la noche, los únicos. La casa está poblada. Somos yo, mi gata y nueve pares de esos condenados subversivos: los de lejos para todos los días, los bifocales para salir a la calle, bien oscuros; los de cerca para diario, los bifocales para estar en casa, los de lejos de color azul, los verdes (según la ropa que use), los de cerca pitucos para ocasiones especiales, los de media distancia para la compu; algunos más de sol sin recetar que no cuento, y que uso cuando no me interesa lo que hay para ver; sólo protegerme. Supuestamente, tendrían que estar bien quietitos en una caja que les compré, al lado del sillón del living, siempre listos como boy-scouts. Pero todos y cada uno, a su estilo, se empeñan en hacerme la vida imposible. Miento: los que tengo para tocar el piano o son obedientes o les gusta estar sobre las teclas. Me obligo a pensar que no son malos, y como si hubiese estado contando hasta cincuenta con el brazo apoyado en el árbol de la vereda, salgo a cazar. Para eso sí la mayoría de las veces tengo que abrir los ojos aunque los encuentro más rápido si recorro de memoria los pasos que di en las últimas horas. A algunos los atrapo entre papeles o adentro del lavarropas, a otros menos rápidos les corto la retirada con mis zapatos y los más tontos aparecen cuando me siento en el sofá, cansada del juego, y los aplasto con mi humanidad. Los agarré, digo, y trato de enderezarlos. Hay que poner mano dura con los rebeldes.

Me doy cuenta de que no los cuido lo suficiente. Cada tanto los dejo olvidados en mi mesa del bar, pero sé que me quieren. Y aunque no les dé el gusto de decírselos, yo también. Tito siempre me los guarda y vuelven a casa conmigo. Lo cierto es que con los años les di mucho poder. Tengo que cortar la dependencia mutua, dejarnos libres. Puedo hacer casi todo con los ojos cerrados por eso prefiero andar así la mayor parte del día. Salgo poco. Pero nadie es imprescindible, ni ellos ni yo.

3 comentarios:

  1. Hola Lidy!

    Pasé por aqui a echar un vistazo a tu blog. Muy interesante toda la información que tienes colgada y, por supuesto, tus relatos.

    Un beso de un compi de Falsaria jeje

    Alex
    http://kichays.blogspot.com.es/

    ResponderEliminar
  2. Me gusta, la de lentes que desaparecen, ja,ja (doy fe de que así es). Me desnudo para bañarme y los dejo sobre la ropa y al salir los pisé olimpicamente.Mas de una vez mi niña me los ha hecho volar de mi rostro.Como son bifocales, cuando miro las baldosas se escapan y me los saco, entonces, no veo el colectivo y voy a parar a la gran...con otra línea.

    ResponderEliminar
  3. Pero con todo y las escapadas parecen un matrimonio feliz, usted y todos ellos.

    ResponderEliminar

Gracias por tu comentario. Lidia

Escritosdemiuniverso

Este blog es como ese universo que construyo día a día, con mis escritos y con los escritos de los demás para que nos enriquezcamos unos a otros. Siéntanse libres de publicar y comentar. Les ruego, sin embargo que lo hagan con el respeto y la cultura que distingue a un buen lector y escritor natural.



“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…”
Jorge Luis Borges



Escritura

Escritura
esa pluma que todos hubiéramos querido tener entre nuestros dedos