LOS UNOS Y LOS OTROS
No siempre, pero
a veces amanecen a mi lado. Con la persiana baja, el dormitorio a oscuras, mis
piernas mareadas entre las sábanas y frazadas, mi cabeza aparecida no sé cómo a
los pies de la cama, siento una punzada en el omóplato. Me asusto. Estoy
fumando demasiado. Hoy dejo. Y en cámara lenta voy estirándome. Soy un oso que
sale de invernar. Cómo me duele. Voy a tener que ir al médico.
Amo la oscuridad.
Mi casa siempre en penumbras, cueva protectora, donde no llegan las malas
influencias ni los trabajos secretos ni las creencias ajenas. Me incorporo y
ciega, busco con los pies las chinelas, oigo el salto de mi gata que se prepara
a seguirme como todos los días al baño. Mientras me lavo la cara y me cepillo
los dientes, juega con la cadenita que cuelga del bidet. Salgo y camino hasta
la cocina, busco a tientas los fósforos y prendo la hornalla. La primera luz.
Los ojos perezosos se me abren como ante el fogonazo de un arma. Me encandila y
los vuelvo a cerrar. Lleno la pava y preparo la taza, las tostadas que saco de
la lata y apoyo en el plato, siempre esperándolas en el mismo lugar de la
mesada, saco el queso blanco y la leche de la heladera, un cuchillo para untar,
la cucharita con la que sirvo el café instantáneo. Todo está siempre en su
lugar para mis manos antenas.
No quiero ver la luz.
La luz me molesta, me lastima, me ciega; siempre, en casa, en la calle, de día,
de noche. Después del desayuno, voy al living y ya no hay caso; a pesar de las
cortinas bajas, las pupilas ven párpados grises con pintitas amarillas y rojas.
No tengo más remedio que despertarme bien. Y sin embargo, todavía no los abro.
No quiero.
Voy al dormitorio
a arreglar la cama y ahí, tanteando, los encuentro filosos, impecables, en el
lugar donde media hora antes dormía mi espalda. Acostumbrándome sin querer a la
luz del día subo la persiana al tiempo que, como en un rito doloroso de
iniciación, voy abriendo los párpados. Alta en el cielo. Ahora sé que el dolor
eran ellos, los malditos anteojos que quedaron nadando entre las sábanas cuando
me dormí.
Son impredecibles,
parecen animados por un afán demoníaco por esconderse haciéndome la vida
insoportable. Nunca están donde los dejé. Se escapan, me burlan, me hostigan.
Les grito, los insulto y maldigo la hora en que los adopté hace cincuenta y dos
años. Y no son ellos, los de ver televisión a la noche, los únicos. La casa
está poblada. Somos yo, mi gata y nueve pares de esos condenados subversivos:
los de lejos para todos los días, los bifocales para salir a la calle, bien
oscuros; los de cerca para diario, los bifocales para estar en casa, los de
lejos de color azul, los verdes (según la ropa que use), los de cerca pitucos
para ocasiones especiales, los de media distancia para la compu; algunos más de
sol sin recetar que no cuento, y que uso cuando no me interesa lo que hay para
ver; sólo protegerme. Supuestamente, tendrían que estar bien quietitos en una
caja que les compré, al lado del sillón del living, siempre listos como
boy-scouts. Pero todos y cada uno, a su estilo, se empeñan en hacerme la vida
imposible. Miento: los que tengo para tocar el piano o son obedientes o les
gusta estar sobre las teclas. Me obligo a pensar que no son malos, y como si
hubiese estado contando hasta cincuenta con el brazo apoyado en el árbol de la
vereda, salgo a cazar. Para eso sí la mayoría de las veces tengo que abrir los
ojos aunque los encuentro más rápido si recorro de memoria los pasos que di en
las últimas horas. A algunos los atrapo entre papeles o adentro del lavarropas,
a otros menos rápidos les corto la retirada con mis zapatos y los más tontos
aparecen cuando me siento en el sofá, cansada del juego, y los aplasto con mi
humanidad. Los agarré, digo, y trato de enderezarlos. Hay que poner mano dura
con los rebeldes.
Me doy cuenta de
que no los cuido lo suficiente. Cada tanto los dejo olvidados en mi mesa del
bar, pero sé que me quieren. Y aunque no les dé el gusto de decírselos, yo
también. Tito siempre me los guarda y vuelven a casa conmigo. Lo cierto es que con
los años les di mucho poder. Tengo que cortar la dependencia mutua, dejarnos
libres. Puedo hacer casi todo con los ojos cerrados por eso prefiero andar así
la mayor parte del día. Salgo poco. Pero nadie es imprescindible, ni ellos ni
yo.
Hola Lidy!
ResponderEliminarPasé por aqui a echar un vistazo a tu blog. Muy interesante toda la información que tienes colgada y, por supuesto, tus relatos.
Un beso de un compi de Falsaria jeje
Alex
http://kichays.blogspot.com.es/
Me gusta, la de lentes que desaparecen, ja,ja (doy fe de que así es). Me desnudo para bañarme y los dejo sobre la ropa y al salir los pisé olimpicamente.Mas de una vez mi niña me los ha hecho volar de mi rostro.Como son bifocales, cuando miro las baldosas se escapan y me los saco, entonces, no veo el colectivo y voy a parar a la gran...con otra línea.
ResponderEliminarPero con todo y las escapadas parecen un matrimonio feliz, usted y todos ellos.
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