Rarezas
No hay error. Como si lo hubieran disfrazado hace cinco minutos de ser humano, aparece en el bar Dickens sin aviso como a la arena de un circo. Pero solo. Las cabezas giran hacia la entrada, incluso aquellas que tratan de mantener cierto generoso disimulo. Como estoy frente a esa puerta entrecierro un poco los ojos para enfocar la aparición. Cosas de la presbicia.
Inmenso por cualquier perfil, torpe en el andar y con sobretodo, hoy que hace 34 grados a la sombra.
Empiezo a transpirar bajo mi remera sin mangas. El bar cambia en segundos el aroma a facturas recién horneadas y a café fresco por un olor rancio que me hace estornudar. Escucho ecos en otras mesas. Carraspeos y toses.
Está parado junto a una silla vacía en el medio del salón y no atina a sentarse. Baja la cabeza. Parece estar midiendo la fortaleza de las patas que lo tendrán que soportar. No se decide. La piel de su cara y de su cuello ostenta grietas antiguas y racimos de pelos entre los que me resulta difícil reconocer la boca y los ojos porque no distingo cejas, pestañas ni labios. Una nariz entubada cae floja hasta lo que sería un mentón, de haberlo.
De reojo veo a los demás rascarse la cabeza, frotarse los ojos y limpiarse la nariz, con ese contagio a distancia que producen las cosas y seres que nos impresionan. Lo que más llama mi atención son las orejas. Vibran levemente como mariposas del pleistoceno, hechas de papel maché y colocadas por alguien, a propósito, a los costados de la gran cabeza. Sólo se escucha una respiración y definitivamente no pertenece a ninguno de nosotros. Es él. Áspera, arenosa, cavernaria.
Como guiados por un dios piadoso, los músicos de la banda empiezan a afinar sus instrumentos, cortando el clima de estupor.
Para sentarse junta dos sillas, con cautela de enorme. Con dos manos que recuerdan patas, hace la tradicional seña de un café a la dueña que, estupefacta detrás de la barra, lo está mirando. Pasan los minutos y nadie conversa. Música y respiración.
Mientras retomo mi submarino, el mismo de todos los días a esta hora, recuerdo otra ocasión tres años atrás en la que aparecí por primera vez aquí. Me doy cuenta de que sin quererlo, estoy cruzando mis pies y mis brazos.
Cuando Sarita le lleva el pedido, compasiva, se lo sirve en taza de café con leche, acompañado de un vaso cervecero de metal lleno de agua. Falta el pasto seco. Observo el gesto de la dueña, el mismo de aquella vez: apoya su mano sobre el hombro del nuevo y aprieta con suavidad. La cabezota se inclina rozándola con el mismo agradecimiento que yo sentí.
El aire se llena repentinamente de comentarios y risas.
Aquel otro día, recuerdo, aparentando un cancherismo desconocido hasta entonces, abrí la puerta y observé el lugar. Todas las mesas excepto la del medio (como por destino la misma a la que está sentado él) estaban ocupadas y los rostros se volvieron hacia mí. Silencio de sepulcro. Mis zapatos número 52, los brazos que me llegan a las rodillas, mis dedos de piel transparente y huesos del doble de longitud que lo normal, atraparon todas las retinas. Sorpresa y repulsión, la bienvenida.
Pero a todo se acostumbra uno. Yo a mis irregularidades de nacimiento y los demás a mi presencia. Sé que me llaman ‘Alien’ (me lo dijo Sarita). ¿Cómo empezaremos a llamar al mastodonte? Por mi parte, Mastodonte. Con el tiempo no le molestará, como a mí. Si lo miro con detenimiento y compasión, como ahora, puedo atisbar pupilas, labios y uñas. Sí, aunque cueste creerlo es una persona. Mañana, si vuelve, lo voy a invitar a tomar un café conmigo.
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