Siempre solitarias al costado de un rostro poco llamativo, pálido, gastado por la vida, fuimos creciendo y dándonos cuenta de nuestra total inutilidad: somos como hongos carnosos para dos oídos absolutamente sordos. A veces, sostenemos con esfuerzo las patillas gruesas de unos pesados anteojos.
El martes, por primera vez en setenta años, nos vistieron con corazones de color rojo. De inmediato los amamos. Les dieron vida a nuestra eterna accesoriedad. No queríamos que se alejaran, que los apartaran de nosotras.
A la noche, la mano rugosa intentó separarnos y recurrimos a una solución desesperada: con una voluntad antes desconocida, derramamos una cascada de cera pegajosa que nos unió más a ellos. A la mañana siguiente, las patillas, envidiosas por nuestra íntima relación, resbalaron intencionadamente. Y en su camino empujaron a los corazones, que cayeron a un abismo del que no podían elevarse sin ayuda.
Hoy jueves, abandonadas, no hacemos más que supurar tristeza por este amor que duró dos intensos días con sus noches; dos únicas jornadas en que el rostro que enmarcamos se reflejó en la mirada de un hombre golondrina.
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Gracias por tu comentario. Lidia