Aletargada por el calor húmedo de un febrero sin sol, a las 7 de la tarde decidí salir por un rato del departamento en el que durante tres horas, he estado preparando con prolijidad mi muerte: sobre la mesa dejé la botella de whisky recién abierta, los 40 somníferos desprendidos de su blister y el horno abierto y listo. Cuando comencé a llenar la bañera y mientras colocaba la hojita de afeitar en el borde, me invadieron impacientes deseos de comer helado de sambayón. Pensé que podía darme ese último gusto. Creí que no cambiaría mi vida ni menos aún mi futuro preestablecido. Cerré la canilla y pensé en regresar rápidamente. Somníferos, dos vasos de whisky, hoja de afeitar, adormecimiento con gas y hemorragia. Nada librado al azar.
Al salir me acordé del famoso Jardín de los Senderos y pensé: Soy una mujer cobarde. No sentí culpa ni vergüenza por eso. Como Yu Tsun me dije adiós en el espejo por última vez. Pero no salí como él a una calle desolada, sino a Florida, caminada con rigidez robótica por hombres y mujeres ausentes de sí mismos.
Esquivé a la gente que transcurría del trabajo al restobar, del shopping a su casa, del hotel al negocio. Personas para quien yo era nadie. Como tampoco para ninguna otra en la ciudad, en el país, en el mundo. Hasta ahora.
Caminé unas cuadras y entré en Freddo, la mejor heladería de la zona. Pedí el cucurucho más grande que hubiera. Quería que al tragar las pastillas, el oporto dulce pudiera tapar el sabor acre.
El deleite de un deseo en más de 6 meses, que no fuera la muerte, y el único cumplido en años, me cortó la respiración por un instante. El muchacho me dijo Está frío ¿no?, pensando tal vez que ese era el motivo de mi gesto de ahogo. Nos reímos, conversamos un momento de tonterías. Resultó muy simpático. Me invitó a tomar algo al cerrar el negocio.
Ahora, aquí sentada en una mesa de café, descubro una sensación nueva en mí, como si el corazón se me agrandara dentro del pecho. Estoy ansiosa. Volveré a casa a deshacer todo lo que preparé, darme una ducha y cambiarme de ropa. Hoy no puedo ni quiero negarme a la esperanza.
Nunca voy a tirar estas servilletas donde estoy escribiendo la única jornada importante de mi vida, hasta hoy. ¡Quién hubiera dicho que el sambayón provocaría un giro en mi destino!
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Adriana llegó a su departamento y prendió la luz. El gas del horno había impregnado el ambiente. Las hojas de papel sedoso fueron encontradas en un puño cerrado bajo la mesa convertida en cenizas.
“el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones”
El Sur. J. L. Borges
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