jueves, 9 de septiembre de 2010

CAMPANITA

CAMPANITA


Ayer Elisa mató a sus viejos. La veo tranquila. Supongo que al fin va a poder hacer todo lo que le de la gana. Como cualquier hija, creo que los quiso mucho, pero según yo, le estaban haciendo la vida insoportable.

Ahora disfruta de unos mates. Mate amargo y tibio como le gusta, pero antes nunca podía. Está concentrada. Puede que esté pensando en lo que me dijo, que todavía es joven para tener una vida nueva y propia. Treinta años…ni joven ni vieja. Parece mayor de lo que es, con esas líneas marcadas que no son precisamente de reír. Tal vez sea porque nunca vio a la vieja fuera de la cama…siempre enferma de todo. Que la flebitis, que los huesos, que el corazón, las jaquecas, la presión alta, la diabetes… ¡A la pobre no le faltaba nada! Ésa que le tocó en suerte, no parece haber sido una mamá. Por lo que sé nunca fue a su escuela ni al colegio, ni tampoco la llevó a ningún cumpleaños.

Me da la impresión de que trata de recordar algo porque mira hacia el costado como buscando imágenes. Ni sonríe. No debe poder encontrar nada alegre.

A media mañana la acompañé a hacer las compras y volvió cargada de comida y bebida rara acá: dulces, embutidos, alcohol, carne, enlatados. Después empezó a llenar una bolsa negra de esas de consorcio con toda la fruta, verdura y milanesas de soja que hay en la cocina. Revisó anaqueles, bajo mesada, fuentes, latas, y tiró todo lo que encontró. Enseguida metió en la heladera todo lo que había comprado, y se quedó con la puerta abierta, mirando. Seguro estaba decidiendo qué iba a comer.

Ahora está preparando un churrasco con papas fritas. Me imagino que está pensando de qué se libró. A la vieja se le había ocurrido usar una campanita para que la hija y el marido la escucharan cuando necesitaba algo. Supongo que Elisa tenía el sonido de la campana en la cabeza día y noche –igual que yo- pero siempre estaba tomando aspirina y decía ¡puta, puta campana! Ya estaba harta de eso. El viejo arreglaba televisores pero se emborrachaba todas las noches. A veces hasta me pateaba.

Elisa me contó hace años que nunca mostró interés por ella y, sin ganas, le hizo la comida, la vistió y la bañó hasta los siete; ahí se cansó y lo dijo. Yo no lo escuché, pero le creo. Ella aprendió a hacerse todo sola. Le vino bien, pero sé que le habría gustado que la cuidaran, como me cuida a mí.

De vez en cuando viene una tía que vive en otra ciudad, y le deja comida preparada en el congelador (y a mí también), cose la ropa, hace las compras, la lleva al médico y van a pasar o al cine. Pero no viene seguido. Cada cuatro meses, nomás.

Puso la música a todo lo que da. Los vecinos van a quejarse. Me dice que cuando la tía vuelva la va a invitar al teatro, y le va a pedir que la acompañe a comprar un televisor color bien grande, y una video.

Ahora está metida en la bañadera como una estrella de cine, toda cubierta de espuma. La veo toda colorada y no es por el agua caliente. Sé que siempre sintió vergüenza de sus padres. Se le notaba. No se los presentó a ninguna amiga. Muchas, no tuvo. No nos engañemos: no tiene. Dice que va a anotarse en el club del barrio para aprender algún deporte. Y el sábado que viene va a ir al shopping y va a comprar ropa nueva, maquillajes y un montón de revistas de espectáculos y de moda.

Antes de ayer cortó por lo sano, cuando conoció a Víctor, un vendedor de libros puerta a puerta. No le compró nada pero los vi charlando un rato largo. Él quedó en pasar en otra oportunidad. Cuándo, no sé; pero Elisa me dijo contenta, cómo en ese momento supo que Víctor era el indicado para ella, y que iba a estar linda para cuando volviera.

Ya es de noche. Fue a cenar al restaurante de la avenida y volvió un poco mareada. Tropieza por todos lados. Me cuenta que por primera vez en su vida tomó champagne. Trajo la botella de recuerdo. Se tira en el sofá al lado mío y ahora dice que tiene miedo de que le estalle el corazón. ¿Será por la bebida, o por la emoción de tener toda la casa para nosotras solas? Está relajada. Aprovecho y le recuerdo que me gusta salir a dar una vuelta por ahí, y vamos. Después de un lindo paseo nos fuimos a dormir, cansadas.

Esta mañana traté de despertarla a la misma hora de siempre, pero daba vueltas tapándose hasta la cabeza, como queriendo estar en la cama más tiempo. Al fin se levantó. Salimos a comprar el diario. Antes nunca le interesaban las noticias, pero la verdad es que va a tener que ponerse al tanto de lo que pasa para poder conversar con su novio. Ya anunció que a la tarde va a ir al cine y va a comprar un libro que esté de moda. Habla en voz muy alta. ¡Siempre fue tan silenciosa!

Con tanto que hacer dice que no sabe cómo organizarse. Pero primero lo primero. Los cuerpos ya dan olor feo. Hasta a mí me produce asco. Miro cómo los saca del dormitorio y los tira por la escalera que va al sótano. Ya no molestan. Prende sahumerios y limpia toda la casa con desinfectantes fuertes.

Hace un ratito se bañó y se fue.

Volvió protestando porque otro día se le escapó de las manos. Pero no deja de salir a caminar conmigo. Será cualquier cosa, pero es buena.

Cenamos, y a descansar. Mañana es lunes dice, mientras me hace cosquillas en la cabeza como a mí me gusta. Sigue hablando antes de quedarse dormida. –“Ahora todo lo que me queda por hacer es esperar que vuelva Víctor: mi único amor.” ¡Esta mujer está loca! Ahora dice que le habría gustado que los viejos lo hubieran conocido, que podría haber esperado unos días más para matarlos. Y muy suelta de cuerpo me pregunta: --“¿A vos qué te parece, Doggy?” No le contesto porque ya me estoy quedando dormida. A los humanos no hay quien los entienda.

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