ATRAPADO
La ola chocó contra la pared. La pucha que esa fue grande, musitó sin despertarse del todo.
Siguió inmóvil. Hasta que un ruido descomunal cercenó la historia que soñaba.
Entreabrió los ojos. Vio, en forma borrosa, la pared derruida y aunque
estaba a cuatro metros de su cama, la distancia no evitó la salpicadura.
Incrédulo, se secó la cara. El mar, agitado y sombrío, aparecía
perturbadoramente cerca. Se acordó de que el coche había quedado estacionado en
la calle. Autómata, tanteó en el cajón de la mesita de luz buscando las llaves.
Trató de encender el velador y nada. Mientras se ponía los lentes para ver,
tiritó. Al frío se le sumó el espanto: el boquete que la ola acababa de hacer
era del tamaño de una puerta ventana doble y el viento del océano entraba
rugiendo sin compasión. Se puso de pie y con cuidado dio ocho pasos. Intentó
asomarse y mirar hacia abajo. Otra ola furiosa lo hizo caer.
Este no va a ser un buen día, resopló.
El reloj marcaba las tres. Ya despierto, buscó el celular para pedir ayuda.
No lo encontró. Otra vez en la cama deseó: ¡Ojalá sea una pesadilla! Pero las
sábanas mojadas le confirmaron que no lo era. Volvió a incorporarse. Las
chinelas flotaban: no le servían. Después de chapotear hasta el placard
consiguió un buzo y unos pantalones gruesos de gimnasia. Intrigado se asomó al
living. El balcón había desaparecido y el agua inundaba el parquet; la mesa
ratona, bote a la deriva, surcaba la sala. Trató de abrir la puerta de entrada.
Imposible.
Recordó un documental de Discovery. Los surfistas pasaban años esperando
‘La Gran Ola’, esa forma gigantesca que representaría el mayor riesgo y
pericia dándole sentido a sus vidas.
Aquí estaba y se repetía una y otra vez. Pero él no hacía surfing y además
nunca había aprendido a nadar.
Lamentó no haber escuchado a su padre cuando a los doce años le
aconsejaba que tomara clases en el club del barrio. Demasiado tarde para
arrepentimientos. El agua le llegaba a las rodillas. Tomó conciencia de que era
tarde para todo: no podría terminar la tesis,
no podría pedirle a Silvia que se casaran, no podría ganarle la partida
de ajedrez al australiano, no podría usar más el coche, ni siquiera tomar el
desayuno y leer el diario de la mañana. Tiró las llaves.
Siempre había considerado que era un tipo resuelto y optimista frente a
los obstáculos. Pero la puta ola lo dominó. Se encontraba en una trampa: ¡Morir
ahogado debe ser horrible!
Cobarde para enfrentar lo que ocurría, se metió nuevamente en la cama y
rezó un Padrenuestro.