La noche exhibe su mirada parpadeante y lejana. Trenes dormidos en la
vieja estación esperan que un hombre de gorra y uniforme les despierte el alma.
Son las dos de una madrugada de invierno. Perros deambulan ansiando lugares
ausentes de escarcha. El hombre arma una cama improvisada de cartón y trapos
para mantener sus sueños calientes hasta que amanezca. Antes de que los
párpados se le acomoden serenos, mira el cielo nocturno y siente que cada
estrella que muere deja un vacío en su corazón. Un cometa miente una herida en
la bóveda sin luna de la ciudad y huye
después de que él pide sus tres deseos infinitamente repetidos y negados.
Impreciso, el rocío cae mojando las veredas por donde una pareja trasnochada
camina, besándose irreverente ante el sueño profundo de los otros. Un cartel
luminoso se despabila sobresaltado y abre, a deshora, las hojas de los árboles
que creen que despunta.
Aquel sin techo no mide la
dimensión de sus deseos, ni la noche prevé el alcance de su oscura placidez.