viernes, 4 de diciembre de 2015

MEJOR NO HABLAR: Un cuento de ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR

MEJOR NO HABLAR
            Las investigaciones fueron llevadas a cabo directamente por Scotland Yard con ayuda de especialistas franceses y norteamericanos. Nadie pudo dar una explicación convincente y verosímil de lo ocurrido. La Casa Taylor fue cerrada por unos parientes lejanos hasta acordar cómo dividirían los bienes.
            Lo cierto es que antes de la reunión, Kevin Taylor[1], biólogo marino excéntrico y alejado hacía años de las aulas de Oxford, había enviado a sus principales colegas extranjeros -yo entre ellos- informes detallados de lo que él consideraba un hallazgo, una mutación extraña y enorme de la especie Pagurus Bernhardus[2]
            El 23 de setiembre del año 2003 nos citó en su castillo de la campiña inglesa, acompañando a la invitación los pasajes aéreos y el correspondiente recibo de alquiler de dos automóviles para nuestro traslado desde Londres hacia las afueras de Windsor, donde vivía.
            Acudimos siete de los ocho científicos invitados; sin falsa modestia, todos de renombre internacional. Dejamos constancia de lo que se habló y se hizo en un Libro de Actas. Scotland Yard consignó que las fotografías que saqué en el momento con mi cámara polaroid, faltaban. Los espacios vacíos en el libro daban cuenta, dijeron, de que alguien o “algo” las había robado. Otro interrogante más sin respuesta.
            A la prensa le informaron lo que constaba en las actas: el Dr. Taylor mostró el espécimen, relatando dónde, cómo y cuándo lo había descubierto en el Mar del Norte. Discutimos su verdadera procedencia, la forma de mutación, propiedades y prospectivas de evolución. El acta terminaba con una frase: “Madison y Lessoine sacan el ejemplar  del recipiente de vidrio sellado y lo colocan sobre la mesa de disección. No se observa movimiento alguno aunque pueden percibirse colores cambiantes bajo la epidermis…”.  Nada más.
                        Los inspectores a quienes recurrió cada familia luego de cuatro días de no tener noticias nuestras, hallaron lo que habían sido miembros y órganos humanos diseminados por el piso, pegados a las paredes, colgados del techo de la sala principal. El resto de las cosas: maletines, vasos de whisky servidos, pipas, anotadores, lapiceras, abrigos e instrumentos quirúrgicos estaban, al parecer, tal y como los habíamos dejado en ese momento. Del animal no había rastro alguno. Pero comentaron: “se sentía en el aire un olor ácido que nos provocó vómitos compulsivos, ardor en los ojos y mareos persistentes junto con una variación constante de colores en las pupilas que nos obstruyó la visión durante semanas”      
            A mí me encontraron oculto en la bodega del castillo, dentro de un tonel, paralizado y sin habla. Me internaron como catatónico post-traumático, amnésico y al parecer irrecuperable. Mi esposa, siempre esperanzada de que volviera a la realidad, me mantuvo al tanto de las investigaciones y los artículos periodísticos aún sin obtener ninguna reacción de mi parte. Me contó que los restos fueron llevados a Londres y están en cincuenta y seis cubetas cerradas en el laboratorio principal de la Universidad.
            Nunca se comprobó nada de lo que dejamos asentado en el acta de esa fecha; ni tampoco fue posible llevar a cabo ninguno de los siete sepelios. Hasta el momento lo consideran caso no resuelto.[3]
            Yo prefiero no hablar. Aunque decidí no abrir los ojos, sé que el Pagurus Bernhardus me observa.

           





[1] Quienes lo conocieron dicen que todo en él llevaba siempre al peligro
[2] Esta especie singular de artrópodo crustáceo de cuerpo blando se aloja en las conchas 
vacías de caracoles marinos. Se la conoce comúnmente como “ermitaño”.
[3] Cold case. La comunidad científica persiste en ignorarlo.

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