jueves, 25 de junio de 2015

AL FIN Y AL CABO SOLAMENTE UN HOMBRE

Para todos, otro cuento de mi último libro "ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR"

AL FIN Y AL CABO, SOLAMENTE UN HOMBRE
Ella desliza con facilidad el anillo con la piedra negra que su padre llevó durante sesenta años. La alianza de oro hacía tiempo había sido desechada.
Lleva horas observándolo. Fijamente, hipnotizada. Intenta descubrir un leve movimiento facial, quizás una ceja que se levanta o ese ir y venir lateral de los ojos bajo los párpados cerrados: algo que pueda revelar un sueño. Pero nada. Los brazos de ese hombre descansan extendidos sobre la manta a los costados de un cuerpo oculto que ella imagina bien.
Su quietud le resulta exasperante.
En las tres semanas que pasó en la clínica geriátrica, sentada incómoda en una silla dura, él ha perdido mucho peso, sus huesos tienen mayor volumen bajo esa piel marmórea, traslúcida y floja.
Las horas pasan lentas y lánguidas.
Ese ser no parece el que le diera la vida y al que conoció durante cuarenta años: enérgico, agudo, austero, sofista obsesivo, violento. Permanece en coma profundo desde que lo trajo del hospital, y le resulta un extraño.
La enfermedad, simplemente ocurrió.
Ella trata de recordarlo vivo, aunque aún no ha muerto. Pero le es difícil: un cuerpo amortajado por la ropa de cama, dos brazos inmóviles, una cabeza conectada a un respirador artificial que retrasa su muerte con un gemido neumático; el aparato de líneas en movimiento, con ondas y picos débiles, marca el lento ritmo del corazón con un  pip acompasado de fondo; el parante de hierro sostiene las vías de hidratación y morfina con su goteo interminable, y una bolsa que recoge las deyecciones, sobresale al otro costado.
Este ser humano casi artificial no es su padre.
El hombre que fue, ahora descarnado e inerme, le había hecho prometer que antes de que le tuviesen que cambiar pañales, por favor, lo matara como sea.   La hija mira en el balconcito de la habitación, tras la ventana, el rosal que trajo de la casa y que resiste las primeras heladas.
Una historia se va diluyendo.          
Él padre había sido su ídolo y su peor pesadilla. Le enseñó todo: lo bueno y lo malo. Y la formó rebelde, ambivalente, partida entre dos mundos –el de la madre y el del padre- que sólo se unían para chocar. Recordó también alguna que otra demostración de orgullo sin importancia frente a las tantas humillaciones cotidianas.           
Lleva tres meses de un cáncer agudo y terminal de huesos. Típico de alcohólicos, dijo la oncóloga. Y eso le produjo  alivio: ella no es la culpable a pesar de todo el rencor acumulado. “Maltrató tanto a mi madre que ella también enfermó de cáncer por no haber encontrado otra salida; cincuenta y tres años: tan joven para morir”, piensa.
Mientras, comienza a llover. Y llueve como si fuese un día cualquiera. “La naturaleza no entiende de emociones”.
Se debate entre desconectar el respirador o aumentar el suministro de morfina. Él se lo había pedido, sí. Pero también se lo merece: marcó su vida para siempre aquella noche, cuando a los trece años, ese cuerpo ya indefenso, se tiró sobre ella y le silenció la boca rompiendo su inocencia.
Un trueno la trae del pasado.
Lo había odiado y lo había amado intensamente. Ahora es una cáscara a merced de médicos, enfermeras, mucamas. Y a merced de ella.
Se asoma al pasillo y ve que el box de enfermería está desierto. Regresa junto a la cama. ¡Te quiero, papá! y, decidida, su mano trémula desconecta el respirador tan solo un instante, el suficiente como para registrar que el soplo de los pulmones, casi imperceptible, desaparece. Le besa la frente y murmura: Te perdono y adiós.
Ya no hay latidos en su cuello. Vuelve a conectar el respirador y se sienta a llorar. Minutos después, pulsa el timbre de enfermería.
Una biografía ha terminado. Cubrirán el rostro y una tarjeta con su nombre colgará de un dedo del pie. Después la morgue y lo antes posible, cenizas.  

            

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“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…”
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