jueves, 30 de abril de 2015

LUNA DE HIEL

LUNA DE HIEL
Mi madre no vino a la boda. Ni aunque hubiese podido. En cambio lloré la ausencia de mi padre. A ella no la veía desde el juicio y no la extrañaba. Ese día decidí que tenía que mirar hacia adelante, decirle adiós y ser feliz.
Descubrí el egoísmo atroz de Pablo durante la luna de miel. Sin desearlo, me llevó a recordar a aquella mujer a quien no veía desde hacía más de siete años.
Por diez meses creí que nos movíamos en la misma sensible línea de afecto. Pero no. Todo en él era frío. Había simulado interesarse por mis tristezas, mis placeres o mi historia dolorosa. Ilusa, yo pensaba que entendía mi tormento: ¡mi padre había sido asesinado! Y él era incapaz de emocionarse o emocionar genuinamente a alguien.
A los pocos días de casarnos, en nuestro viaje a Brasil, mostró su verdadera personalidad, esa que había ocultado a la perfección durante meses, ese yo farsante, irritable y violento, enmascarado bajo una fachada de ternura. Lo que creía amor era amor fingido.
—¿Me querés?  —le pregunté al entrar al hotel.
—¿Sos idiota? ¡Qué pregunta más estúpida!  —contestó brusco.
Le ordenó al Conserje una habitación en el quinto piso, en forma engreída, actitud que nunca había visto antes en un hombre atento como él.  Ya se había ganado la antipatía de una persona.
—Mis sábanas las quiero sueltas en los pies, ¿entendiste? —le gritó a la mucama cuando entramos en la habitación.
Mientras, deshacía la cama con furor.
—Sí, señor. Sí… —lloriqueó la joven en un insuficiente español.
Había vociferado por una minucia.
¿Vociferar por una minucia? ¿Cómo no es capaz de un gesto de gentileza? Era un  desconocido; y empecé a sentir miedo. 
Vino a mi memoria lo que me había estado ocultando: la cruel escena observada desde el escondite tras el sillón del living.
A los dos días de llegar comenzó mi tormento a fuerza de puñetazos y puntapiés. Todo lo que yo expresaba o hacía desataba su ira; y no cesaba hasta dejarme llena de moretones, tirada en el piso, exhausta.
Lo que había pasado aquella noche, hacía siete años se me hizo claro. Definitivamente eran ellos, no nosotras. 
Desde entonces no salí de la habitación. Estaba avergonzada. Por miedo,  no pedí ayuda, como no lo hizo ella.
De “mi muñeca” pasé a ser un insulto:
—¡Callate, imbécil! ¿No ves que sos una inútil?
Cautiva en esa trampa de palabras no escuchaba ninguna de cariño. Silencié absolutamente todo lo que pensaba o sentía para evitar represalias. Atrapada en una red invulnerable no tenía escapatoria.
Muda, detesté a mi padre, de pronto reencarnado en Pablo.
Soporté los diez días con estoicismo. Por fin se acercaba la partida.
Estábamos parados en la terraza abierta al océano. Él, con desprecio, miraba hacia la habitación. Apoyé mis manos en su pecho; me miró desconcertado. Sólo necesité ejercer una fuerte presión y cayó como cuervo herido. Permanecí un momento en solitaria calma, extasiada ante la inmensidad azul. Y para siempre mirando hacia delante.
 
Sentenciaron: accidente. Iré a visitar a mi madre a la cárcel; ella no tenía un balcón tan alto, sólo un cuchillo de cocina.


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“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…”
Jorge Luis Borges



Escritura

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