viernes, 20 de marzo de 2015

DE A POCO LES VOY REGALANDO LOS CUENTOS DE MI LIBRO "ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR" A TODOS LOS QUE NO PUDIERON COMPRARLO

MATEO 19:24  
Nunca había tenido nada. En absoluto. Nació sin padre, su madre lo abandonó en una caja vacía de Criollitas en la puerta de la iglesia con apenas dos días de vida; lo criaron las monjitas de un convento de clausura vecino, a escondidas. No lo iban a dejar ni subir al campanario ni abrir ninguna ventana que violara la penumbra. Cuando cumplió dos años, rompiendo sus votos de silencio y apartamiento total del mundo, de a una (y creyendo cada una que era la única) le fueron enseñando a hablar. Por eso era de muy pocas palabras; pero precisas.
Al principio sólo tenía una muda interior, un pantalón, una remera –todo confeccionado por sus madres adoptivas- y unas zapatillas rotosas, prescindibles para sus pies: fuera del convento no pisaba sino la tierra, el pasto, las hojas secas del nogal y el pedregullo de un camino que iba lejos hasta una laguna. A medida que crecía, le alargaban la ropa con trozos de tela negra o blanca. De vez en cuando, venía un hombre en un carromato con víveres y cosas que ellas no sembraban; pero a él no se le permitía verlo. Su existencia era mantenida en absoluto secreto. Como ocultaban su pecado de palabra, la Madre Superiora creía que él  hablaba porque no podía dejar de hacerlo. Es la naturaleza, pensaba ella, como crecer, no hacerse más pis en la cama…; imita todo, la forma de comer, de cosechar, de rezar... Entonces sin alentarlo, lo dejaba pasar. Además, es muy parco; no va  traer problemas.
Tenía tantos nombres como monjas en la vieja casona de campo hecha casa de Dios. Once nombres susurrados. Y cada uno según el apóstol del que cada monjita era devota. A Simón, Isabel le masajeaba la espalda después de cortar leña;  a Tomás, la novicia Mercedes lo bañaba con los ojos fijos en los de él, sin descender ni un milímetro; a Jacobo, Magdalena le enseñaba a leer el libro de las oraciones; a Bartolomé, Mariana lo arropaba, le cantaba y le daba un ligero beso antes de dormir; a Felipe, Verónica le contaba de su niñez y de cómo era una ciudad; a Mateo, Ángeles le hablaba de la creación y el significado de la Trinidad; a Andrés, Catalina le enseñaba a sumar, restar, multiplicar y dividir; a Pablo, Pilar le dejaba ordeñar la vaca, pasear el burro y recoger los huevos recién puestos; a Tadeo, Sor Inés lo instruía en la confección de licores y dulces; a Juan, Teresa le permitía preparar con ella la comida para todas; con Pedro, Sor Elena sembraba  y recogía  de la huerta. Finalmente aprendió con Sor Margarita a tender la cama y lavar su ropa.
Cuando todas se ubicaban en los duros bancos alrededor de la mesa de algarrobo para el desayuno, el almuerzo, la refacción y la cena, era posible oír las cucharas golpeando suave en los cuencos de madera y afinando el oído, el sonido de las respiraciones. Los labios apretados del único varón resistían el impulso de decir algo y por ellos se escurría una tenue sonrisa cómplice. Al finalizar, la Madre Superiora, Sor Margarita, leía pasajes de los Evangelios o del Cantar de los Cantares. Era la única voz sin castigo en la clausura.
Cuando Simón Tomás Jacobo Bartolomé Felipe Mateo Andrés Pablo Tadeo Juan Pedro cumplió dieciséis  años, ya Sor Mariana y Sor Ángeles habían muerto, y Sor Isabel estaba enferma y casi al borde. Ahí fue cuando la Madre Superiora hizo un atado con su escasa ropa, le dio un sobre con algo de dinero y dijo: tenés que irte. Sin ninguna duda, sin rencor alguno, abrazó a todas las madres que le quedaban y sintió por primera vez lo que era la tristeza de dejar a quien se ama. Estuvo de acuerdo en que era hora. Mercedes se fue tras él sin llevar nada propio.
El hombre de nombre largo se instaló con esa mujer quince años mayor, a sólo doscientos metros: quería una casa, eso sí con una ventana. Esa que no había en el convento; para ver el horizonte, las nubes, el sol. Con el dinero compró un caballo de tiro, una vaca y un cerdo, semillas, harina y papas; y comenzó a levantar muros de adobe y estiércol. Nadie le había enseñado eso. Tenía el tiempo y la esperanza del mundo. Cavó el pozo del agua y armó una letrina a cincuenta metros. Mientras la huerta crecía iban elevando las paredes, colgando los quesos, haciendo dulces y licores y comiendo los panes de cada día que la Providencia y ellos mismos, dioses terrenos, amasaban con sus manos laboriosas. Aquel hombre del carro, ya mucho más viejo, les cambiaba lo que producían por harina, arroz, azúcar, yerba y aceite.
Un año tardó en construir las cuatro paredes y la preciada ventana, un agujero alto y angosto. Faltaba el techo. Entre amargo y amargo, se debatían pensando cómo lo iban a hacer: de ramas, de madera, de juncos arrancados de la laguna cercana… Dormían en el piso de tierra sobre la única manta que la Madre Superiora les había dado y si llovía, se cobijaban bajo un ombú.
Al fin decidieron que las estrellas, la luna y el misterioso cielo constituían techo suficiente para ellos. Juntos y abrazados no necesitaban más.
A los cuarenta y pico una incontenible inundación tiró el rancho y ahogó a su Mercedes, se llevó la vaca, los terneros y los chanchos al fondo de la laguna. Al caballo se lo habían comido por viejo hacía algún tiempo.
El hombre del nombre largo, murió sin nada. Pero había sido rico. Y este rico entró al reino de los cielos, sin que fuera necesario pasar camellos por agujas.    


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Jorge Luis Borges



Escritura

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