martes, 3 de marzo de 2015

OTRO DEL LIBRO "ESA OBSTINADA COSTUMBRE DE MORIR"

SEÑOR JUEZ
            Dardo Paz Muñoz se despertó. Otra noche de sueño entrecortado. Habían pasado tres años desde que su mujer aceptara el puesto de ingeniera en la Esso y tan sólo uno, desde que comenzaron sus viajes para supervisar trabajos de extracción. No podía acostumbrarse a dormir solo. Entonó: “…sin ti mi cama es ancha” y agregó: fría. Pensaba que una mujer profesional requería mucho más que ocuparse del hogar y las reuniones sociales. Por otra parte los hijos ya eran grandes e independientes.
            Se levantó, se dio una ducha, eligió el traje y la mejor corbata; esa que ella le había regalado en el último cumpleaños. Mientras hacía el nudo se sintió feliz; con veinte años de casados seguía amando a Patricia igual que el primer día.  Ya listo, fue al comedor diario donde la mucama le estaba sirviendo el desayuno. El aroma a café y tostadas recién hechas lo reconcilió con la rutina. A las nueve saldría para la Corte. Iba a ser una jornada difícil; nunca es grato sentenciar a cadena perpetua a un joven de veinticinco años.
            --Señor, llegó un sobre; no tiene remitente. Lo puse con las otras cartas.
             Attaché en mano, pasó por el escritorio. El magistrado tomó el sobre prolijamente escrito, sin estampilla. Sólo decía: Señor Juez. Lo abrió con cuidado conjeturando que se trataba de alguna información anónima sobre el juicio e intrigado por haberlo recibido en su domicilio y no en el despacho. Leyó:
            Nada es impulsivo en mí. Medito cada palabra, planeo cada acción. Soy el único responsable. A nadie, sino a mí, se debe culpar de esta muerte. Las emociones han arrebatado a veces mi lucidez pero veo todo tan claro que no puedo apelar en este caso a un crimen pasional. No, no lo es. Todo fue meticulosamente llevado a cabo. Es una historia de amor. También es el relato de una traición que no pude soportar. Fui educado como buen creyente y he seguido los mandamientos durante cuarenta y tres años. Me enamoré y creí haber encontrado a la mujer que me iba a acompañar hasta la muerte. De mi parte, fueron dos años de amor incondicional; dos años de felicidad únicos e irrepetibles. Le fui fiel y respeté todos sus deseos, aún aquellos que me eran incomprensibles, como sus desapariciones por varios días, o su negativa a presentarme a la familia. Después de cada noche juntos iba al confesionario a recibir el perdón por haber faltado a los  mandamientos. La semana pasada me atreví, por fin, a proponerle matrimonio. Ella me pidió unos días para pensarlo y tomar una decisión. Ayer, llorando por primera vez,  admitió que estaba casada hacía veinte años y tenía hijos. Me quedé perplejo. Disimulé la ira. Sin decir una palabra, con frialdad, midiendo el tamaño de mi pecado y su terrible  infamia, puse raticida en el café de Patricia, su esposa, Sr. Juez. No fue una muerte serena, como comprenderá. Pero murió como merecía. Cuando lea esta carta su cuerpo estará todavía acá en mi departamento junto a la mesa sobre la que escribo. No pido clemencia. Lo espero; venga con la policía. Pagaré mis terribles faltas.
            Abajo, como posdata, figuraba el domicilio.
            Al terminar la carta, el juez recordó, desgarrado, las ocasiones en que su esposa había viajado “por cuestiones laborales”, como ayer por la mañana; y las cenas silenciosas que él atribuía al cansancio. Recorrió tembloroso una vez más el texto; abrió un cajón del escritorio de caoba, sacó el revólver, constató que tuviera balas, lo apoyó firmemente junto a su brazo derecho y en una hoja comenzó a escribir. 
              Señor Juez:





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