lunes, 27 de octubre de 2014

UNO DE CIENCIA FICCIÓN

COFRADÍA
          — Le digo que se podía haber salvado. ¡No es justo! De no creer…Dios me perdone, pero es culpa de los médicos que se haya muerto. Y no me pregunte por qué, pero yo sabía que iba a pasar esto… un presentimiento ¿vio?
          — Por favor, Rosalía, cuénteme despacio, tranquila, así yo puedo tomar nota.
 —    Bueno, señor…
 —    Villar.
          — ¿Me va a sacar fotos? No quiero aparecer… porque van echarme del hospital. Bastantes problemas tuve ya. Que la gente se entere de lo que pasó, eso sí. Los médicos no quisieron hablar pero yo no puedo callarme… Acá el padre Ángel no me va a dejar mentir. Ahora me siento. Primero voy a hacerles un café.
El periodista de Teleinvestigación, sentado en un sillón, en la casa de la enfermera Rosalía, observa y anota mientras ella está en la cocina: ambiente de clase media baja, un jarrón con flores de plástico, un crucifijo de madera en la pared, fotos familiares, un gato negro en el sofá. El cura ya estaba cuando él llegó. Hasta ahora no han cruzado palabra.
      — ¿Sabe? Rosalía es muy devota y absolutamente sincera. Lo que le cuente es lo que vio, se lo aseguro.
Villar asiente.
La mujer entra con una bandeja y sirve café para los tres. Cada uno agrega azúcar en silencio, pensativos.
        — Bueno, vamos desde el principio y despacio… necesito apuntar todo con el mayor detalle. Usted sabe que el Canal es serio y no puedo comprometerlo con errores o inexactitudes.
Rosalía comienza a contar entonces su versión de lo sucedido.
      — Este hombre, Páez, llegó al hospital el 1° de febrero, pero del año pasado, el 2006, en la ambulancia que pidieron los vecinos de Villa Argentina; se desplomó en la vereda mientras caminaba. Trataron de reanimarlo y nada. Pensaron que era el corazón y llamaron enseguida al Hospital. ¿Voy bien o muy rápido?
        Villar asiente.
        — En la guardia le hicieron RCP y recién a los diez minutos se estabilizó. Pero seguía inconsciente. Entonces lo subieron a Terapia. La policía, mientras, trataba de localizar a algún pariente. Resulta que no había hecho el cambio de domicilio, y en el del documento no sabían nada. Se había mudado hacía años. Yo me hice cargo porque esa tarde estaba de guardia. Los médicos indicaron las pruebas de rutina…ya sabe, sangre, orina, temperatura, electrocardio, electroencéfalo, presión arterial… lo de siempre, ¿vio? Tómese el café, señor…
         —    Villar
       —    Era un hombre de unos cincuenta y pico, pero muy bien llevados… calvo; cuando lo desvestí, me di cuenta de que la ropa era muy buena, estaba limpio y afeitado; el corazón latía normalmente, la presión 130-80. Lo único, me llamó la atención que estaba muy, muy flaco. Cuando llegaron los resultados del laboratorio… todo normal. Nada indicaba enfermedad. Pero no volvía en sí. Y pasaban las horas… y no había caso. Entre nosotros, me hizo acordar mucho a mi papá que tiene más o menos la misma edad y vive solo, allá en el norte. Quería ayudarlo. Lo veía tan desamparado al pobrecito…
 —  Vaya más despacio, Rosalía por favor. Estoy acostumbrado a usar grabador y esta mañana se  me trabó. A mano no hago tan rápido.
           — Bueno… le contaba que la policía no podía saber adónde vivía Páez. ¿Ve por qué es importante registrar los cambios? Después pasan estas cosas. Cuando salga por televisión acuérdese de recomendarles a todos que tengan los domicilios actualizados. Bueno, al final, tres días después, no sé si por la cuenta del gas o de la luz, descubrieron que era de ahí no más, de Villa Argerich. No tenía familia, pobre santo. ¿Quiere otro café, padre?
  —    No, hija. Gracias.
  —    ¿Y usted Villar?
Villar asiente.
Rosalía le sirve. Mientras tanto, él la observa: mujer en los treinta, delgada, ágil, alta, de cabello castaño cobrizo con rodete, jogging gris, zapatillas náuticas, manos bien arregladas, poco maquillaje; bonita pero no llamativa; voz suave, acento del norte.
 —    Siga, por favor.
          — La cuestión es que este hombre no recobró nunca el conocimiento. Se lo consideró en coma profundo a los dos días, y estuvo así durante veinte. No había diagnóstico. Nadie entendía lo que le pasaba. Me ocupé mucho de él: lo transfundía, controlaba el goteo, le hacía masajes, lo cambiaba a cada rato de posición, lo lavaba, le pasaba cremas, lo mantenía afeitado; no dejaba que las mucamas hicieran todo eso. La verdad, creía que en algún momento iba a reaccionar. Y yo iba a estar ahí. No sé, algo en él me… ¿cómo le puedo decir? me mantenía como atada, pero bien. Espere que tomo agua, porque cada vez que me acuerdo me viene una angustia...
          Rosalía se levanta y va la cocina. Regresa bebiendo, y secándose alguna lágrima con el pañuelo. Se compone.
         — En fin. Hasta ahí como cualquier otro caso. Ahora viene lo fantástico. Anote bien, Villar. Mire que usted es el único que lo va a contar…
Villar asiente.
— Fue el 20 de febrero, me acuerdo muy bien. Llegué y preparé todo para higienizarlo. Cuando abro la sábana, me llaman la atención un montón de manchas oscuras en el pecho. Traté de limpiarlas con agua y jabón, pero nada. Al contrario, se volvían más nítidas. Ahí me di cuenta de que no eran manchas. Le explico. ¿Me da un papel y un lápiz así le muestro?
Villar saca una hoja de su anotador y un lápiz mecánico.
— Páez era muy blanco y lampiño. Era así…un rectángulo grande como si fuera una página de diario, que abarcaba desde las clavículas hasta el ombligo. Así, ¿ve? Y ahí adentro, en letras de imprenta estaba escrito… Señores médicos: descubrí la enfermedad que aqueja a este paciente en el año 2037. Se trata de… y figuraba un nombre, rarísimo… después se lo doy. El tratamiento es el siguiente… y detalla qué hacer. Al final decía: consigno esto en los registros transtemporales del universo. Y el nombre. Yo alcancé a tomar nota de todo, aunque estaba muy nerviosa. Primero pensé que de tanto no dormir me había vuelto loca, pero no. No.
    ¿Tiene ese papel, Rosalía? Es increíble… ¿Me da otro café?
         — Sí, déjeme que termine de contarle lo que pasó y se lo traigo. Le hice una copia para usted. ¿Vio que la cosa es de otro mundo?
Villar asiente.
          — Padre, yo sé que esto no figura en la Biblia, pero la Iglesia debe tener una explicación para esto. ¿Qué puede aportarme?
    No hijo, en las escrituras no hay nada así. Pero Dios tiene infinitas
formas de comunicarse. Hay que mantenerse en la fe.
Rosalía vuelve con el café.
        — Bueno, déjenme que sigo. Lo tapé para que no se enfriara, y me fui a buscar al médico. Como era muy temprano, vino el de guardia. Montalbán, así se llama, no podía creer lo que veía. Después le doy los nombres de todos los que intervinieron. Me acusó, pero me defendí. ¿Cómo que lo había escrito yo? Además, me decía qué es esta locura de los registros atemporales del universo. Le dije que no había leído bien…decía transtemporales. Es un detalle, me dijo, y que me dejara de pavadas, este hombre está en coma, no puede decirnos nada y menos escribir. Perdóneme doctor, ahí me puse firme. Usted no entendió nada: no lo escribió él. Es un mensaje de alguien que sabe cómo curarlo. Imposible, dijo, esto es imposible. Veremos qué dice el médico de cabecera; no lo limpie. Aunque quisiera no puedo, le dije, ya intenté.
         Villar bebe su café; la mano le tiembla, derrama gotas sobre la taza y su pantalón. Se le mancha el anotador. Rosalía se levanta y lo limpia con servilletas de papel.
     — A la mañana lo examinó el Dr. Navarro; él tampoco conocía la enfermedad y estaban desconcertados. Entonces empezaron a llamar a especialistas de la capital, genetistas, ¡yo qué sé cuántos vinieron! No, miento…como yo veía que la cosa se iba alargando y tenía ese miedo de que Páez se muriera sin que lo ayudaran, me ocupé muy bien de anotar los nombres de todos. Pasaron dieciocho. Sí, mucho revuelo, pero a ninguno se le ocurrió seguir el tratamiento escrito en la piel. Claro, los científicos…cómo iban a hacer algo que les indicaba quién sabe quién. A los seis días se murió. Tal como yo presentía.
    ¿Y que hicieron?
         --Lo llevaron a Patología y quedó en pedacitos, ya sabe. Se confabularon para no decir nada, hasta encontrarle una explicación, científica digo. La cofradía cerró filas por cualquier acusación. Código de silencio, le dicen. Mire, la única verdad es que pudieron haberlo salvado, y al pobre lo dejaron morir. Quiero que se sepa.
            Villar asiente.           
           — Acá está el papel donde copié todo. Éste no se lo doy, discúlpeme. Le doy una fotocopia. Prométame que van a hacer algo. Prométame. ¡Ah! me olvidaba; saqué una polaroid. Haga una copia color en la librería de acá en la esquina y devuélvamela, Villar.
           
            En el Canal, los ejecutivos discutieron sobre la conveniencia o no de poner al aire la nota. Las consecuencias podían ser desastrosas para los médicos, en el peor de los casos, y en el mejor, lo considerarían un caso de superstición contado por una loca, seguramente enamorada de su paciente. No iban a arriesgarse. Además, la Iglesia se les vendría encima. La nota de Villar fue archivada. Sólo la prensa amarilla dio a conocer meses después, el caso. Los titulares decían:  “JULIO PÁEZ SÍMBOLO DE LA LUCHA POR LA VIDA Y PRUEBA DE LA EXISTENCIA DEL MÁS ALLA”. “Médicos asesinos”.
            La foto recorrió el mundo.

           



2 comentarios:

  1. Excelente relato. La narración, el desarrollo, la verosimilitud de los diálogos. Un relato Fantástico en todos los sentidos, Lidy. Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. Si este es el preludio de los que viene después va a ser interesante leerlos. ¡Pobrico al final RIP! Está muy bien, me agustado mucho. Un saludín, cris

    ResponderEliminar

Gracias por tu comentario. Lidia

Escritosdemiuniverso

Este blog es como ese universo que construyo día a día, con mis escritos y con los escritos de los demás para que nos enriquezcamos unos a otros. Siéntanse libres de publicar y comentar. Les ruego, sin embargo que lo hagan con el respeto y la cultura que distingue a un buen lector y escritor natural.



“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…”
Jorge Luis Borges



Escritura

Escritura
esa pluma que todos hubiéramos querido tener entre nuestros dedos