domingo, 8 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DEL PASADO

1940
            Vivíamos al lado de la única casita verde de la cuadra, separados por un jardín largo y angosto. Mi ventana daba a la suya, oscurecida por una pesada cortina de tela rosa, aunque traslúcida. De noche, después de que terminábamos de cenar; después de que rezábamos con mamá junto a la cama; después de que me preparaba para dormir; después de que ella cerraba la puerta de mi cuarto, me levantaba sigiloso y miraba a través de mis cortinas a lunares, hacia esa ventana inquietante.
            Ese era el momento en que la señoritaDulceDelia, mi maestra de 2° grado entraba a su dormitorio y empezaba un ritual incomprensible, pero que yo, maravillado, seguía cada noche: prender un velador con cristales colgantes de colores, sentarse frente a un espejo y con algo en la mano seguir las líneas de los ojos, de la boca, dar golpecitos en su cara; y al deshacer el ajustado rodete, dejar caer por la espalda una tormenta de pelo oscuro como la que yo nunca había visto antes y juro que nunca lo vería.
            Recuerdo que me restregaba los ojos llorosos de tanto mantenerlos abiertos.
            Al levantarse del asiento, se quitaba el saco con solapas, la falda gris y la camisa blanca y, como tantas veces había sorprendido a mi madre antes de tomar un baño, se quedaba con unas enaguas brillantes que desde los hombros llegaban hasta no sé dónde. Mirándose en el espejo, de pie, las dejaba caer al suelo.
            No podía creer lo que estaba pasando, y cuanto más fijaba la vista más aumentaba mi asombro. El color de su cuello y sus piernas me resultaba mágico, irreal. Entonces, se dirigía a un ropero con luna, lo abría y sacaba un vestido rojo que deslizaba con lentitud por su cuerpo. Siempre el mismo. De una caja tomaba una flor amarilla que abrochaba en su pelo, por sobre la oreja.
            Yo predecía estos movimientos noche tras noche, conociendo el orden, como el del libro de cuentos leído cientos de veces y del que un chico nunca se cansa. Me adelantaba, considerándome un adivino: “Ahora…te vas a servir un vaso con un líquido oscuro que hay en un botellón con tapa; ahora lo vas a tomar despacio en el silloncito mientras fumás un cigarrillo como los de papá; ahora…vas a prender la radio para escuchar música…” Me fascinaba saber el futuro.
            Algunas veces esa persona misteriosa que era mi maestra, se incorporaba al sonar un vals y con el vaso en una mano y el cigarrillo en la otra, daba vueltas y vueltas por el cuarto en penumbras. En otras ocasiones la perdía de vista.  Reaparecía y su risa me hacía temblar. Nunca había escuchado antes a alguien en soledad que riera de esa manera, libre y aparentemente sin motivo. Era extraño y al mismo tiempo lindo verla así. En la escuela jamás la había escuchado gritar y, cuando me tocaba, sus manos eran suaves como plumas. Sin embargo  aunque no parecía enojada se la veía siempre seria, como ocultando cierta tristeza.
            Una de esas noches, salió de la habitación. Al volver, apareció acompañada de un hombre. La luz se apagó y fue la primera vez que rompió la rutina.
            —¿Mamá, la señoritaDulceDelia es como vos? 
—No…ella no es como yo: ella no tiene ni puede tener marido, ella es un ángel de la guarda porque es una maestra; ella es tu segunda mamá y ustedes son como sus hijos.
            Pero la señoritaDulceDelia no tenía alas cuando se sacaba la ropa.
            Yo tenía un secreto. Un secreto enorme y magnífico: la señoritaDulceDelia no era un ángel ni mi segunda mamá. Era una mujer y nadie se había dado cuenta porque era imposible verla en otro lugar que no fuera la escuela. Después de las horas de clase desaparecía del mundo. No paseaba, no iba a tomar helado, no tenía amigas.
            Mis ocho años querían que todos supieran que la señoritaDulceDelia era como todas las madres, que le gustaba la música y bailar, y también hacía algunas otras cosas, como fumar y beber. En ese entonces yo quería casarme con ella cuando fuera grande.
            Después de hacer los deberes, una tarde le escribí una carta contándole lo que sabía y pidiéndole perdón por mirarla a la noche; que yo sabía que no era un ángel como creía mi mamá y que así la quería más. Que me gustaba su vestido rojo y su flor amarilla, y esas cosas…
            Al otro día en la escuela, le di el sobre antes de formar para izar la bandera. Mientras cantábamos Aurora me di cuenta de que la DirectoraEma se lo pidió antes de que lo abriera. Yo, inocente, estaba contento: todos se iban a enterar y la iban a premiar por ser tan buena sin ser un ángel.  Esperé todo el día a que me dijera algo. Supuse que había recibido una noticia triste porque se sonaba la nariz  todo el tiempo y tenía los ojos llorosos.
“Mañana me vas a contestar”
            Pero ese mañana no llegó. La señoritaDulceDelia no volvió al grado y trajeron otra maestra suplente. Llamaron a mi madre y a partir de esa noche, cuando me iba a dormir, cerraba los postigones de la ventana después de darme un beso. Pusieron un cartel de venta en la casita verde y nunca más vi a mi maestra.
            Hoy, setenta años después, todavía me arrepiento de no haber sabido guardar un secreto.
            —Bueno, ya te conté… Dale, ahora te toca a vos: hablame de la señoritaVerónica. Te gusta, ¿no? ¡Vamos…! ¡Soy tu abuelo! A mi podés decirme la verdad. Te prometo que queda entre vos y yo.
           



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“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…”
Jorge Luis Borges



Escritura

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